Prisionera De Su Obsesión

Sombras en el Paraíso

Los días parecían haber encontrado una calma inesperada. En la casa de campo, Laura despertaba cada mañana con la certeza de que había tomado la decisión correcta. Junto a Julián, se había descubierto riendo sin miedo, compartiendo pequeños detalles que antes parecían imposibles: desayunos tranquilos, caminatas en el jardín, lecturas nocturnas donde los niños se quedaban dormidos con la voz de Julián relatando historias.

Elías y Leo se habían adaptado con naturalidad a esta nueva vida. El mayor, siempre dulce y soñador, encontraba en Julián la figura de un padre que lo inspiraba; el segundo, más pragmático y sereno, veía en él un refugio seguro que lo ayudaba a organizar su mente inquieta. Para ambos, Julián no era un extraño: era parte de su hogar.

Laura, al verlos juntos, sentía que por fin había recuperado lo que Media Luna le había robado. Cada sonrisa de Elías, cada gesto protector de Leo y cada caricia de Julián en su cabello la convencían de que habían formado algo indestructible. Pero esa perfección tenía una grieta. Una grieta llamada Elian.

Una familia feliz… menos uno

En el patio, Julián enseñaba a Elías y Leo a plantar un pequeño huerto. Los niños reían cuando se ensuciaban las manos, y Laura observaba con ternura desde la galería.

—Papá Julián, ¡mira! —exclamó Elías, orgulloso al mostrar una semilla bien cubierta de tierra.

—Muy bien, campeón —respondió Julián, acariciándole la cabeza.

Leo, con su tono serio, añadió:
—Si lo cuidamos bien, en pocas semanas crecerá fuerte.

Julián sonrió y los abrazó a ambos.
—Exacto. Igual que ustedes, mis chicos.

Laura sintió que el corazón se le llenaba de calor al verlos. Pero, a unos metros de distancia, Elian observaba en silencio. Sus ojos, idénticos a los de sus hermanos, no tenían el mismo brillo. Se mantenía apartado, con los brazos cruzados, apretando los labios hasta casi hacerse daño.

Para él, cada risa compartida era una daga. Cada vez que Julián era llamado “papá”, sentía que una parte de sí mismo se arrancaba.

—Ellos ya no me necesitan. Y mamá… tampoco. Todo por culpa de ese impostor.

La semilla del rencor

Esa noche, mientras todos cenaban entre risas y complicidad, Elian dejó el plato a medio terminar y salió de la casa sin decir palabra. Laura intentó seguirlo, pero Julián la tomó de la mano.

—Déjalo. A veces necesita espacio.

Ella asintió, aunque su corazón se encogía cada vez más con la distancia que sentía entre ella y su hijo.

Elian caminó hasta el bosque y, en la penumbra, encontró la figura que lo esperaba: Adrián.

—Sabía que vendrías —dijo el hombre, con una sonrisa sombría.

Elian lo miró con rabia contenida.
—No estoy aquí porque te necesite. Estoy aquí porque quiero vengarme.

—¿Vengarte? —Adrián arqueó una ceja.

—Sí. Ellos me dieron la espalda. Mamá, mis hermanos… Todos prefirieron a ese hombre antes que a mí. Quiero que su mundo perfecto se derrumbe.

Adrián lo observó en silencio por unos segundos, sorprendido por la frialdad en la voz de su propio hijo. Luego, colocó una mano en su hombro.

—Entonces tenemos algo en común, Elian. Yo tampoco pienso dejar que Julián se quede con lo que me pertenece.

El niño no sonrió, pero la firmeza en su mirada fue suficiente para sellar un pacto silencioso.

Doble juego

Los días siguientes, Elian se comportó como si nada hubiera cambiado. Laura se aferraba a la esperanza de que solo necesitaba tiempo. Elías y Leo lo invitaban a jugar, y aunque él participaba de manera superficial, en su interior la distancia crecía.

Laura, conmovida, se refugiaba en Julián, quien no dudaba en abrazarla cada vez que el dolor la quebraba.

—Dame tiempo —susurraba él—. Encontraremos la forma de llegar a su corazón.

Pero mientras ellos construían una vida más sólida, Elian visitaba a Adrián en secreto, compartiendo con él cada detalle de la rutina de la casa, cada debilidad de Julián. No lo hacía por amor a su padre, sino por odio hacia quien consideraba un intruso.

—Quiero que los destruya desde dentro —dijo Elian con una frialdad que estremeció incluso a Adrián.

El quiebre

Un domingo, Julián llevó a Laura, Elías y Leo a la ciudad para registrar formalmente la finca y reforzar su custodia legal sobre la familia. Fue un día lleno de risas y proyectos, en el que Laura y Julián firmaron documentos que los acercaban aún más a esa vida soñada.

Elian, en cambio, se quedó en casa alegando que no se sentía bien. Apenas el auto se perdió en el camino, Adrián apareció por la puerta trasera.

—Estás listo, ¿verdad? —preguntó con voz grave.

Elian asintió.
—Quiero verlos caer.

—Entonces empezaremos por lo que más les duele: su confianza.

Adrián le entregó un pequeño sobre sellado.

—Esto lo pondrás en el escritorio de Julián. Cuando tu madre lo encuentre, no volverá a verlo de la misma manera.

Elian sostuvo el sobre, sintiendo cómo un fuego extraño ardía en su interior. No sabía exactamente qué contenía, pero sí sabía que era el primer paso hacia la venganza que tanto anhelaba. Esa noche, cuando Laura regresó, encontró a Julián sonriendo mientras organizaba los papeles del día. Sobre el escritorio, descansaba el sobre. Ella lo tomó, sin saber que dentro se escondía la chispa de una nueva tormenta. Elian, desde la puerta, observó en silencio cómo su plan comenzaba a dar frutos.

Si no puedo ser parte de su felicidad… me encargaré de destruirla.

El amor que parecía indestructible está a punto de enfrentarse a su mayor prueba: la traición s




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