Prisionera De Su Obsesión

El Laberinto de las Sombras

La primera sensación que golpeó a Julián al despertar fue el olor. Un hedor agrio, mezcla de sudor rancio, humedad y químicos penetrantes. El aire estaba tan cargado que cada respiración era como tragar agua estancada. Abrió los ojos, pero la luz que descendía desde una lámpara oscilante lo cegó al instante. La penumbra de la celda se mezclaba con ese parpadeo constante, como si el mismo tiempo hubiera perdido su ritmo.

Las paredes acolchadas lo rodeaban en un abrazo asfixiante. Blancas, pero manchadas de marrones y grises, como si el dolor de quienes habían estado antes allí hubiera quedado impregnado en cada fibra. Intentó levantarse, pero las cadenas en sus muñecas y tobillos lo arrastraron de nuevo al suelo frío.

—Bienvenido, Julián —susurró una voz metálica desde un altavoz invisible—. Aquí aprenderás lo que significa no distinguir la realidad de la ilusión.

Y así comenzó su descenso.

Primera noche: los ecos

El silencio de la celda se quebró con susurros. Voces pequeñas, como murmullos de niños escondidos tras las paredes.

—Laura no te ama…
—Tus hijos nunca te aceptarán…
—Eres un intruso…

Las frases reptaban como serpientes por el acolchado, deslizándose hasta incrustarse en sus oídos. Julián golpeó las paredes con desesperación, pero cuanto más golpeaba, más fuerte eran los ecos.

Cada palabra parecía pronunciarse con la voz de quienes más amaba: Laura, Elías, Leo… incluso la risa amarga de Elian. Se llevó las manos a los oídos hasta hacerse daño, pero las voces no cesaron. Eran como una lluvia constante cayendo dentro de su cráneo.

No voy a creerlo… no voy a dejarme arrastrar.

Pero en la penumbra, su propia sombra en la pared lo observaba y reía.

Segunda noche: el fuego de lo irreal

No supo cuánto tiempo pasó hasta la siguiente prueba. El reloj de la mente había dejado de girar. Solo existía la celda y las puertas que jamás se abrían… hasta que lo hicieron.

Entraron dos hombres de blanco. Sin hablar, le inyectaron un líquido frío en las venas. El mundo se fracturó. Las paredes comenzaron a derretirse como cera. De sus grietas surgieron llamas azules que no quemaban la piel, pero sí los recuerdos. Julián vio el rostro de Laura consumirse en ese fuego, desintegrándose hasta volverse ceniza.

Corrió hacia ella, pero cuando intentó tocarla, sus manos atravesaron un vacío. Elías y Leo aparecieron a su lado, pero sus ojos eran negros, y en lugar de llamarlo papá, lo escupían con palabras de odio.

—Nunca fuiste nada.

Elian surgió detrás de ellos, alzando un cuchillo, y en sus labios había una sonrisa cruel que imitaba a Adrián.

¡No! ¡Esto no es real!

Pero el fuego lamía su piel, y en el calor ardiente sintió que sus recuerdos se quemaban con él.

Tercera noche: la repetición

El tormento más cruel no era el dolor, sino la repetición. Una y otra vez lo despertaban con agua helada lanzada sobre su rostro. Una y otra vez le mostraban imágenes en pantallas colocadas frente a él: Laura en los brazos de Adrián, Laura riendo como nunca lo había hecho con él, los niños llamando “papá” al hombre que juraba destruirlo.

Julián cerraba los ojos, pero los gritos eran tan reales que parecía escuchar a Laura desde la habitación contigua.

Lo elegí a él… tú solo fuiste un refugio.

Cada vez que intentaba razonar, la pantalla se oscurecía y reflejaba su propio rostro: ojeras profundas, labios agrietados, piel marcada por las cadenas. Se veía transformado en un desconocido, alguien a quien ni Laura ni los niños podrían reconocer.

—Te estás convirtiendo en lo que más temes —susurró una voz interna—. Un monstruo al que nadie podrá amar.

La resistencia del corazón

A pesar de todo, había momentos de claridad. En los silencios, cuando la droga se disipaba, Julián se aferraba a un solo recuerdo: el de Laura sonriendo al amanecer, con sus cabellos cayendo sobre su rostro mientras él le prometía que nunca la dejaría sola. Ese recuerdo era su antorcha. Cada vez que las voces lo acusaban, él repetía su verdad como un mantra:

Soy de ella. Pertenezco a ellos. No me romperán.

Pero incluso esa llama era atacada. Los guardias, fríos como estatuas, entraban para susurrarle al oído:

—Ella encontró el sobre. Ahora duda de ti. Ahora se quiebra porque sabe que le mentiste.

Esas palabras lo atravesaban como cuchillas, porque aunque fueran mentira, ¿y si no lo eran? ¿Y si Adrián ya había sembrado la desconfianza en su corazón?

Su celda se convirtió en un espejo de su mente.
Las paredes eran un océano blanco donde se ahogaba sin poder nadar. El suelo era un campo de espinas que desgarraba cada paso.

El techo se transformaba en un cielo que se abría para dejar caer voces como estrellas negras. Cada noche era un cuadro surrealista: relojes derritiéndose, puertas que se abrían hacia pasillos infinitos, gritos de los niños resonando como campanas de iglesia que lo empujaban hacia la locura.

¿Qué es real? ¿Qué es ilusión?

Ese era el juego. Romper la línea que separaba la cordura del delirio.

El día de la bestia

Una mañana —si es que aún era mañana— lo llevaron a una sala distinta. Lo sujetaron a una silla de hierro frente a un espejo de cuerpo entero.

—Hoy comenzaremos a trabajar en tu transformación —dijo el director del psiquiátrico, con una sonrisa mecánica.

Un bisturí brilló en sus manos. Julián se vio reflejado en el espejo: pálido, con barba desordenada, los ojos rojos por la falta de sueño. Parecía ya un espectro de sí mismo.

—Vamos a deformar tu reflejo —dijo el hombre—, hasta que ni tú mismo sepas quién eres.

Y aunque no lo tocaron aún, Julián sintió que cada palabra era un corte invisible en su rostro, como si ya lo estuvieran arrancando de su humanidad.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.