Prisionera De Su Obsesión

Días sin nombre

No hubo amanecer ni anochecer: solo rondas. La celda aprendió a respirar a su ritmo, como un animal encerrado que marca territorio con un zumbido grave tras los muros. A Julián comenzaron a medirle los días con rutinas deformadas: desayuno a destiempo, luces que se encendían a las “tres”, aunque nadie podía asegurar si aquello era mañana o medianoche; un médico sin nombre revisando pupilas; una bandeja con agua tibia; las palabras cooperación y reconstrucción cognitiva repetidas hasta volverlas chicle.

La ronda de los retratos

Al cuarto o quinto “ciclo” —ya no eran días—, lo llevaron a una sala más amplia. Doce retratos colgaban en la pared, iguales a primera vista: Laura. En cada cuadro, una Laura distinta: Laura joven con mirada limpia; Laura con los ojos cerrados; Laura sosteniendo un bebé; Laura riendo con Julián; Laura abrazando a Adrián. Le dijeron que se sentara y eligiera cuál era real.

—Todos —respondió.

—Incorrecto —dijo el terapeuta con bata gris—. Solo uno es “memoria válida”. Los demás son falsos anclajes.

Cuando señaló la Laura de la sonrisa tranquila —la de la tarde en que ella le pidió “protégeme de todo”—, un timbrazo lo atravesó. Su silla descargó una vibración sorda, no dolorosa, pero humillante, que le descompuso el estómago.

—Apego patológico —anotó el de la bata.

La prueba siguió. Cada vez que elegía una Laura donde él formaba parte, la sala castigaba con un estruendo o un fogonazo. Cuando marcaba una Laura con Adrián, el sonido se apagaba como un animal saciado.

—Aprenderás —prometió el terapeuta— a querer lo correcto.

Julián volvió a la celda con la lengua amarga. Se juró en silencio que el amor no tiene manuales. Se los repitió con los dientes apretados: no podrán.

El carrusel de relojes

Otro ciclo llegó con relojes. Los colgaron en la pared acolchada: uno adelantado, otro atrasado, uno sin manecillas, uno que giraba al revés. A cada campanada, una voz distinta le daba una orden contradictoria: duerme, levántate, cuenta hasta cien, vuelve a empezar. La mente de Julián se convirtió en un carrusel mareado. Descubrió que el peor cansancio no era físico: era colgar los pensamientos y verlos resbalar como ropa mojada.

Cuando cerraba los ojos, la misma escena insistía: Elías y Leo en el huerto con Laura; el sol en los hombros; la risa que curaba. Abría y la escena cambiaba: Elian a contraluz en la puerta de la celda, la barbilla en alto, gafas oscuras prestadas de adulto, un gesto que no le pertenecía. No decía nada: miraba. Bastaba.

—Me ves —le dijo Julián una vez, con la voz al filo—. Entonces escucha: Diles que los amo.
Elian apoyó dos dedos en el vidrio, como firmando un pacto con su reflejo. Y se fue.

Terapia del espejo paralelo

El “director” (nunca dijo su nombre) inició la terapia de espejo paralelo. Dos cuartos gemelos: en uno colocaron a Julián; en el otro, un actor con su ropa, su postura, su manera de fruncir el ceño. En el centro, un espejo de dos caras que a veces reflejaba a Julián y a veces al actor, sin patrón aparente.

—Reality check —dijo el director—. Identifique cuándo es usted.

Julián respondió con un hilo de ironía que todavía conservaba:
—Siempre que el espejo me necesita, soy yo.

—No —replicó el hombre—. Solo lo es cuando lo decimos.

Dieron la orden. El actor comenzó a hablar con la voz de Julián, perfectísima imitación: “Laura, perdón por venderte; necesitaba el dinero”. Después: “Elías, te usé para acercarme a tu madre”. El espejo cambió y ahora reflejaba al Julián real, que apretaba los puños. El director anotó: resistencia narcisista.

Julián no insultó, no gritó. Llevó las manos al propio pecho y se dijo (alto, para que quedara grabado):
—Mi voz la reconoce ella. Ustedes pueden copiar el sonido, no el peso.

Aquella noche, las luces parpadearon como si alguien hubiera tirado de un cable viejo. Le pareció oír tras el conducto del aire una respiración que acompañaba la suya, fuera de compás, humana.

Micro-despertares

El cuerpo comenzó a conspirar en su favor. Entre los micro-sueños y los sobresaltos, Julián aprendió a dormir en segundos: pequeñas siestas de guerra. En cada una, un recuerdo nítido acudía como un animal que vuelve al mismo cuenco.

Uno: Laura escribiéndole en la palma “Estás aquí” con un bolígrafo que no pintaba (solo la presión quedaba).
Dos: Elías arrugando la nariz con el olor de la lluvia.
Tres: Leo diciendo “la verdad es un número primo”, y riéndose del propio exceso.

Guardaba cada imagen en un estante invisible. Las repetía por orden para que no se deshilacharan. Cuando el altavoz susurraba traidor, él contestaba con un inventario: “Palabra: jacarandá. Lugar: el puente. Promesa: no soltar”.

(“Jacarandá” —¿por qué?— le había llegado una tarde en que el patio de la finca quedó púrpura; Leo levantó un pétalo: clave, dijo. Julián decidió adoptar la palabra como contraseña interna. La repetía ahora, bajito: jacarandá, jacarandá.)

El médico que no mira

En otra ronda, entró una mujer con cofia. Ojos que miraban los bordes, nunca el centro. Le puso una bandeja: sopa aguada, pan duro, una pastilla amarilla.

—No la quiero.

—Es protocolo.

—¿Nombre?

—No tengo.

—Entonces no me cura.

Ella no discutió. Se quedó de pie; su respiración era honda, medible. Cuando el guardia dio la espalda, parpadeó dos veces de una forma que no parecía casual. Dejó la pastilla muy cerca del desagüe. Al salir, su codo rozó el interruptor y la luz titiló tres veces. Julián comprendió: alguien allí dentro no obedecía del todo.

Esa noche, la misma mujer deslizó por el hueco de la puerta una gasa con olor a alcohol y una tapa de bolígrafo. Nada para escapar; todo para escribir en la piel. Julián destapó el brazo, marcó en el antebrazo un círculo, y dentro: J. Le ardió como si el cuerpo entendiera: no te pierdas.

El teatro del “paciente cero”




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.