El eco de los pasos metálicos resonaba en el pasillo interminable del psiquiátrico. Las paredes blancas, iluminadas por lámparas parpadeantes, parecían un laberinto diseñado para borrar la noción del tiempo. Para Julián, cada día allí era como un filo doble: lo hería y a la vez lo templaba. Sus torturadores habían intentado quebrar su mente con drogas, ilusiones visuales y falsos recuerdos implantados, pero ninguno había logrado arrancar de su alma aquello que lo mantenía firme: la certeza de que Laura y los niños lo esperaban.
Adrián, desde la sombra de su poder, creía tener el control absoluto. Había ordenado que Julián fuese reducido a un cascarón vacío, incapaz de distinguir la realidad de la ficción. Sin embargo, su error fue subestimar la fuerza interior de aquel hombre. Julián no solo resistía, sino que cada intento de manipulación lo fortalecía más. Cuando le mostraban visiones falsas de Laura rechazándolo, su mente respondía proyectando el recuerdo real de sus abrazos. Cuando lo atormentaban con imágenes de los niños despreciándolo, él recordaba sus risas, la calidez de Elías y Leo llamándolo papá con ternura.
Era como si dentro de él existiera un faro inextinguible, una llama que no podía ser sofocada. Y mientras más intentaban oscurecerlo, más brillaba.
El descubrimiento de Laura
En paralelo, Laura avanzaba en su propia tormenta. Durante días había buscado a Julián con el corazón en la garganta, negándose a aceptar la idea de que su desaparición hubiese sido voluntaria. Ahora, con el sobre hallado en la biblioteca —el mismo que Adrián dejó a propósito—, comprendía que nada había sido casualidad. Dentro había fotografías manipuladas, contratos antiguos que vinculaban a Julián con acuerdos de la familia de Adrián y, lo más doloroso, una carta apócrifa en la que Julián parecía confesar que nunca la amó, que solo había usado a los niños como excusa para quedarse cerca de ella.
Laura sintió que el mundo se le derrumbaba… pero en su interior, algo gritaba que todo aquello era falso. Su instinto de madre, de mujer, no podía creer semejante traición.
—Esto no es Julián… —susurró con lágrimas contenidas, mientras apretaba el sobre contra su pecho—. Esto es obra de Adrián.
Fue entonces cuando decidió reunir a Elías y Leo en el salón principal de la mansión. Ambos niños, con sus rostros inocentes pero ya marcados por la sombra de los conflictos adultos, la escucharon con atención.
—Debo decirles la verdad —comenzó Laura, con la voz temblorosa pero firme—. Julián no desapareció por voluntad propia. Fue secuestrado. Y sé quién está detrás de todo esto: su padre.
Los ojos de Elías se llenaron de lágrimas, mientras Leo fruncía el ceño con un odio prematuro.
—¿Papá… hizo esto? —preguntó Elías en un hilo de voz.
—Sí. Y no solo él… —Laura bajó la mirada, tragando saliva—. Elian lo sabía. Tu hermano mayor lo sabía todo y lo ocultó.
Un silencio sepulcral cayó sobre la sala. Elías se llevó las manos al rostro, negándose a aceptar la traición de su propio hermano. Leo, en cambio, apretó los puños.
—Entonces… Elian eligió nuestro dolor. Eligió a papá.
Laura asintió, con el corazón desgarrado.
—No quiero que lo odien, pero deben comprender que ahora está contra nosotros. Y por eso… debemos dejarlo atrás.
Elian y Adrián
Lejos de allí, en un despacho oscuro, Adrián escuchaba el reporte de Elian. El niño, con sus ojos fríos y calculadores, relataba cada detalle de lo que ocurría en la mansión.
—Se han dado cuenta de todo —dijo con calma—. Ya saben que tú lo secuestraste, y también saben que yo estaba de tu lado.
Adrián lo observó con una sonrisa torcida. Había en ese niño un reflejo peligroso de sí mismo: la misma astucia, la misma capacidad de manipulación, pero con la ventaja de la juventud.
— Has hecho bien, hijo. Ahora comienza la verdadera partida.
Elian bajó la mirada, no por vergüenza, sino por cálculo. En el fondo, no lo movía el deseo de estar con Adrián, sino el placer de ver a Laura y a sus hermanos sufrir. Para él, la felicidad de su madre junto a Julián era un insulto. Y si debía destruirlo todo para recuperar su lugar, lo haría sin titubear.
La fortaleza de Julián
En el psiquiátrico, Julián había aprendido a dominar el tiempo. Cada día de encierro lo transformaba en un guerrero más fuerte, más decidido. Cuando lo encerraban en habitaciones giratorias para marearlo, él cerraba los ojos y evocaba el olor del cabello de Laura. Cuando lo drogaban para distorsionar su mente, se aferraba al recuerdo de Elías y Leo durmiendo a su lado, con la inocencia intacta. Un médico, frustrado, golpeó la mesa frente a él.
—¡No entiendo cómo no se rompe! —rugió, mirando los informes—. Cualquier otro ya estaría delirando.
Pero Julián, sentado en la penumbra de su celda, sonrió para sí mismo.
—Porque yo no soy “cualquiera”. Yo tengo algo que ustedes nunca tendrán: un motivo real para vivir.
Sus palabras quedaron grabadas en las cámaras ocultas del recinto. Adrián, al escuchar la grabación, apretó los puños con furia.
—Entonces habrá que ir más lejos, mucho más lejos.
Laura, Elías y Leo: la decisión
Esa misma noche, Laura se reunió con Elías y Leo en el jardín. La luna bañaba la mansión con un resplandor plateado. Los tres estaban decididos.
—Debemos encontrarlo —afirmó Laura, con una determinación férrea—. Julián no merece esto. Es nuestra familia.
Elías la abrazó con ternura.
—Mamá, yo lo sé… él siempre fue diferente. Nos miraba como si de verdad fuéramos sus hijos.
Leo, con su espíritu combativo, agregó:
—No voy a descansar hasta que vuelva.
Laura, conmovida, acarició las mejillas de ambos.
—Entonces lo haremos juntos. No importa cuánto nos cueste, no importa cuán oscuro sea el camino. Julián volverá a nosotros.