El día amaneció radiante, como si la naturaleza misma celebrara el evento. Los jardines de la mansión habían sido transformados en un escenario digno de reyes: columnas adornadas con guirnaldas de rosas blancas y rojas, candelabros dorados colgando de árboles centenarios, un altar cubierto por un arco de cristal y luces. Invitados de toda la élite llegaban en carruajes y automóviles de lujo, con trajes y vestidos que brillaban bajo el sol matutino.
Todos sonreían, todos aplaudían, todos celebraban. Pero tras los muros, en la penumbra de una habitación adornada con cortinas de encaje, la verdadera tragedia se gestaba.
Laura permanecía frente a un espejo ovalado, ataviada con un vestido de novia deslumbrante, confeccionado en seda marfil y encaje bordado con hilos de oro. A primera vista parecía una princesa de cuento, pero sus ojos apagados revelaban la verdad: su voluntad estaba apagada, anulada por la droga que Adrián había ordenado suministrarle desde la noche anterior.
Sus manos, enguantadas, se posaban en su regazo sin temblar, su respiración era lenta y regular, y aun así, dentro de su mente, una tormenta silenciosa gritaba:
Esto no está bien. Esto no es amor. Esto no soy yo.
No podía mover los labios para pronunciarlo, no podía alzar la voz para rebelarse.
Los trillizos
En otra habitación, los tres niños eran vestidos con esmoquin. Elías, Leo y Elian parecían príncipes de un retrato perfecto. Sus cabellos habían sido peinados con esmero, sus pequeñas corbatas de moño ajustadas con precisión, y zapatos brillantes completaban la escena. Pero detrás de la perfección, había un dolor insondable.
Elías, con su dulzura, luchaba internamente contra la sensación de vacío que lo embargaba. Leo, siempre valiente, intentaba resistirse, pero su mente nublada apenas lograba sostener la imagen de una familia distinta. Y Elian, atrapado entre el odio hacia su padre y la pérdida de control, se debatía en un silencio desgarrador.
Ninguno de los tres tenía voluntad para correr, para gritar, para huir. Solo podían caminar como pequeñas piezas de ajedrez en el juego macabro de Adrián.
La entrada triunfal
Cuando la música comenzó, la multitud estalló en aplausos. Una orquesta tocaba acordes grandiosos mientras la alfombra blanca se extendía hacia el altar.
Laura apareció, tomada del brazo de un mayordomo que hacía de padrino improvisado. Su rostro estaba sereno, perfecto, como si estuviera en paz, y sin embargo, sus ojos apagados transmitían un mensaje oculto para quien pudiera verlo: una súplica muda.
A su lado, los trillizos avanzaban como parte del cortejo. El público los observaba con ternura, sin sospechar que eran prisioneros en una boda que jamás habían soñado. Adrián, de pie en el altar, vestía un traje negro con detalles en plata. Su porte era imponente, su sonrisa arrogante, y en sus ojos brillaba la satisfacción del hombre que lo había conseguido todo.
Ella es mía. Ellos son míos.
Cada paso de Laura hacia él era una victoria envenenada.
El contraste
La ceremonia parecía sacada de una fábula. Los invitados reían, se inclinaban para comentar la belleza del vestido, los gestos encantadores de los niños, la solemnidad de Adrián. El sacerdote levantaba su voz con palabras de unión, amor y eternidad. Pero dentro de Laura, la fábula era una pesadilla.
Este no es mi hogar. Esta no es mi vida. Esta no soy yo.
Cada palabra del sacerdote retumbaba como una cadena apretando su pecho. Amor, devoción, promesa… ¿qué significaban aquellas palabras cuando su corazón estaba prisionero?
Elías sentía que cada acorde de la música era una daga. Leo apretaba los puños, pero sus brazos no respondían. Y Elian, aunque sus labios esbozaban una sonrisa dócil, por dentro maldecía la escena.
Padre, puedes obligar a todos, pero jamás tendrás mi corazón.
El “sí” robado
El momento llegó. El sacerdote, con solemnidad, formuló la pregunta.
—¿Aceptas, Laura, a Adrián como tu esposo legítimo, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, hasta que la muerte los separe?
El público contuvo la respiración. Los labios de Laura se movieron lentamente.
—Sí… acepto.
Un murmullo de aprobación recorrió la sala, seguido de aplausos discretos. En el fondo, sin embargo, un grito desgarrador estallaba dentro de ella:
¡No, no lo acepto! ¡Alguien detenga esto!
El sacerdote giró hacia Adrián.
—¿Aceptas tú, Adrián, a Laura como tu esposa?
—Sí. Y no permitiré que nadie nos separe.
El banquete de la farsa
La celebración fue grandiosa. Mesas rebosaban de manjares, copas de cristal tintineaban con vino espumoso, la música llenaba cada rincón. Los invitados bailaban, brindaban y felicitaban a los novios con sonrisas entusiastas.
Laura, sentada junto a Adrián en la mesa principal, recibía cada felicitación con un gesto perfecto y vacío. En su interior, las cadenas invisibles apretaban cada vez más. Los trillizos, obligados a permanecer cerca, se mostraban como pequeños caballeros, pero sus ojos delataban la prisión interior que compartían con su madre. Mientras todos festejaban, Adrián se inclinó hacia Laura y susurró:
—¿Ves lo que hemos creado? Nadie sospecha, nadie lo imagina. Ahora eres mía para siempre.
Laura, en silencio, bajó la mirada. Dentro de ella, sin embargo, algo ardía como una chispa escondida.
Elian, al escuchar esas palabras, cerró los ojos con furia. Su padre había ganado… pero algo en su interior se rebelaba. Tal vez no podía gritar, tal vez no podía actuar, pero un pensamiento se clavó como acero en su mente:
Esto no terminará aquí.
Mientras la orquesta tocaba un vals y Adrián levantaba su copa para brindar, un invitado inesperado entregó un sobre sellado en la mesa principal. Adrián lo abrió con desdén, esperando una felicitación más. Pero al leer, sus manos temblaron: