Prisionera De Su Obsesión

La Noche Sellada en Sombras

El salón de la mansión brillaba como si las estrellas hubieran descendido del cielo para rendirle homenaje a un acontecimiento que, de puertas afuera, parecía ser un cuento de hadas. Candelabros resplandecientes iluminaban cada rincón, las paredes reflejaban destellos dorados, y la música de un cuarteto de cuerdas llenaba el aire con una armonía embriagadora.

Los invitados, rostros sonrientes, vestidos deslumbrantes, brindis en alto, parecían celebrar la unión de un amor eterno. Pero detrás de la perfección de aquella velada se escondía el verdadero infierno.

Laura, vestida de novia, caminaba a través de un pasillo adornado con flores blancas y sedas plateadas. Su mirada, sin embargo, estaba vacía. Como si fuera una marioneta elegante, avanzaba al compás de la música nupcial, con los labios inmóviles y los ojos perdidos en un horizonte que solo ella podía ver. La droga que Adrián le había administrado horas antes le robaba toda voluntad, transformando la pureza de su ser en una sombra viviente.

A su lado, los trillizos permanecían en silencio. Elías, con su dulzura quebrada, apretaba las manos, como si aún luchara contra la niebla que nublaba su conciencia. Leo, siempre valiente, intentaba contener lágrimas invisibles, prisionero de un cuerpo que no respondía a sus deseos de huir. Y Elian, atrapado en la misma droga, se retorcía en lo profundo de sí mismo: sabía que había jugado un papel oscuro en todo aquello, pero nunca imaginó terminar encadenado al mismo destino que su madre y sus hermanos.

Era como si todos fueran piezas de un tablero cruel, y Adrián, de pie en el altar con la sonrisa más encantadora, fuera el único jugador.

El contraste del glamour

La ceremonia avanzaba con una perfección escalofriante. Los votos se pronunciaban en voz alta, las copas tintineaban, y las risas de los invitados se mezclaban con el repique de las campanas. Laura repetía palabras que no eran suyas, su voz quebrada por el hechizo químico que le dictaba cada frase como si fuese un guion.

— Prometo amarte, honrarte y obedecerte hasta el fin de mis días…

El eco de esas palabras resonaba en el corazón de los trillizos como cuchillas invisibles. Elías quiso gritar, pero su garganta estaba sellada por la droga. Leo intentó moverse, pero su cuerpo solo obedecía la rigidez impuesta. Elian, atrapado entre la rabia y el miedo, sentía cómo las lágrimas rodaban por dentro, en un lugar donde nadie podía verlas.

La boda culminó entre aplausos ensordecedores. Laura y Adrián intercambiaron un beso sellado por la fuerza del control, un beso que arrancó suspiros de los presentes pero que, en el interior de ella, se sintió como el beso de la muerte.

La noche encantadora de Adrián

Más tarde, cuando la celebración alcanzó su punto más alto, Adrián alzó su copa. Sus palabras parecían sinceras, cargadas de amor y promesas:

—Hoy comienza la eternidad de mi familia. Laura, tú eres la reina de mi vida. Y ustedes, mis hijos… —miró a los trillizos con ojos brillantes de falsa ternura— son el legado de mi amor.

Los aplausos retumbaron, pero en el corazón de Laura y los niños, cada palabra era una cadena más que los ataba a un destino de desesperación.

Adrián, satisfecho, observaba todo como un emperador en su trono. El poder absoluto que ejercía sobre ellos lo llenaba de un placer enfermizo. No le importaba que Laura lo mirara con una frialdad inconsciente o que los niños lucharan en silencio; para él, lo único que contaba era que estaban allí, bajo su control, a su lado, como piezas inmortales de su juego de posesión.

La lucha invisible

Mientras los invitados bailaban y reían, en lo profundo de su ser los trillizos libraban una batalla silenciosa.

Elías, siempre conectado al corazón de su madre, intentaba romper la bruma en la que lo habían sumido. Su mente, como una llama débil, resistía con recuerdos de los días felices junto a ella y la ternura de su voz llamándolo por su nombre.

Leo, con la furia de un corazón que no aceptaba rendirse, golpeaba en vano contra los muros invisibles que aprisionaban su voluntad. Cada movimiento fallido lo hundía más en la impotencia, pero no dejaba de resistir en su interior.

Y Elian… Elian ardía. La droga apagaba su cuerpo, pero su espíritu era un volcán en erupción. El dolor de saberse prisionero de la misma trampa que había ayudado a tejer lo consumía.

Soy un monstruo. Un monstruo que ayudó a otro aún más grande a destruir a quienes amo.

Sin embargo, ese dolor comenzó a transformarse en algo distinto: una chispa de rebeldía. Aunque sus labios permanecían sellados, en su corazón empezaba a gestarse una decisión.

Laura: la prisionera de un destino torcido

Laura caminaba entre los invitados con la elegancia de una reina, pero con la mirada perdida en un abismo. Su vestido de novia, blanco como la nieve, parecía un sudario que la cubría de pies a cabeza. Los halagos de los presentes caían sobre ella como gotas de agua helada, incapaces de penetrar en la prisión de su mente.

Dentro de sí, Laura gritaba. Gritaba por sus hijos, por el amor arrancado de sus brazos, por la vida que le habían robado. Pero la droga era un muro implacable. Solo quedaban destellos fugaces de claridad, como pequeñas grietas en el cristal de su conciencia.

En esas grietas, veía el rostro de Elías intentando consolarla, la furia de Leo luchando por protegerla, y las lágrimas de Elian, cargadas de un dolor que apenas ahora empezaba a comprender.

El plan de Adrián

Con la boda consumada, Adrián se sintió invencible. Creía haber sellado para siempre a Laura y a los niños a su lado. Esa noche, mientras todos celebraban, ordenó en secreto a sus hombres que intensificaran la dosis de droga. No quería arriesgarse a perder el control, no quería dejar espacio para la rebelión.




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