Prisionera De Su Obsesión

Cadenas de Cristal

La noche de bodas había dejado un brillo engañoso en los muros de la mansión. Luces doradas, reflejos de copas aún húmedas, flores marchitas en los jarrones… todo era un eco del festejo perfecto que Adrián había soñado y ejecutado con precisión quirúrgica. Para todos afuera, aquella boda había sido un espectáculo, una unión gloriosa, una fiesta donde el poder y la elegancia se entrelazaban como amantes eternos.

Pero dentro de Laura, y dentro de los corazones de sus hijos, ardía un infierno disfrazado de lujo.

La rebelión de los tres

Elías, Elian y Leo, los tres idénticos, pero diferentes como estrellas en constelaciones opuestas, se encontraron en el mismo espacio invisible donde no alcanzaban las cadenas físicas: su espíritu compartido.

La droga recorría sus venas como un río venenoso, adormeciendo músculos, nublando pensamientos, debilitando voces. Pero algo más profundo comenzó a tejerse: un lazo silencioso, intangible, casi sagrado. Los tres cerraron los ojos en medio de la gran cama de la suite nupcial donde habían sido acomodados como niños privilegiados. Y allí, donde Adrián creía que dormían como angelitos dóciles, comenzó su resistencia.

—No me dejaré vencer —murmuró Leo en ese lenguaje secreto de almas, palabras que no nacían de la boca sino del corazón.

—Ni yo… —respondió Elian, con esa chispa desafiante que aún la droga no lograba ahogar.

Elías, el más dulce, el más vulnerable, sintió lágrimas quemándole las mejillas. En su interior, un murmullo de miedo luchaba contra el eco de esperanza que sus hermanos encendían en él.

—Tengo miedo… —confesó con la inocencia de un niño que amaba demasiado.

Elian y Leo lo rodearon en esa unión espiritual, como dos alas protegiendo el centro de la luz.

—Miedo tendremos siempre, hermano… pero si nos dejamos caer, mamá se quedará sola. ¿Quieres eso? —le dijo Elian, con voz firme.

Y en ese instante, Elías comprendió que su fragilidad era también su fuerza. El amor que sentía por su madre era su ancla, su motor, su coraje. Fue entonces cuando las sombras de la droga empezaron a quebrarse, como cristales astillados en cámara lenta. Aún no podían moverse, aún no podían liberarse, pero algo se fracturaba en su interior: el veneno perdía poder.

Laura: la resistencia sofocada

Laura, mientras tanto, era la viva imagen de una reina rota. Su vestido blanco ya colgaba de un rincón de la habitación, marchito como los pétalos en el suelo. Ella miraba su reflejo en el espejo de la suite nupcial y apenas reconocía a la mujer que había sido.

Adrián, con su sonrisa encantadora y cruel, no solo había apagado su voluntad con sustancias; había comenzado a golpear lentamente su espíritu, con palabras medidas, con caricias frías disfrazadas de amor, con órdenes suaves que parecían dulces pero que eran cuchillas.

Cada día, Laura intentaba rebelarse. Cada amanecer era un intento por escapar de esa cárcel de seda y cristal, pero Adrián sabía cuándo intervenir. Una mirada suya bastaba para quebrar la incipiente fuerza de ella.

—Eres mía, Laura. Y lo serás siempre. Nadie más te protegerá como yo lo hago.

Las palabras eran cadenas invisibles que se cerraban en torno a su cuello. Y poco a poco, Laura sintió que se desmoronaba. Como Elías, compartía la debilidad de la ternura, de la empatía, del amor demasiado grande que la hacía vulnerable.

Elian y Leo: la llama de la rebelión

Elian y Leo, sin embargo, eran otra cosa. Aunque iguales a Elías en rostro, llevaban dentro un fuego que no podía ser apagado.

Elian era astuto, calculador, un estratega en cuerpo de niño. Leo, en cambio, tenía la valentía impulsiva de quien no teme arder con tal de dar luz. Ambos se juraron en silencio que liberarían a su madre y a su hermano, aunque tuvieran que enfrentar al monstruo que llamaban padre.

Cada sonrisa fingida que le daban a Adrián, cada gesto de obediencia, era solo una máscara. Detrás de esas máscaras, dos guerreros infantiles preparaban la batalla de sus vidas.

El lento pasar de los días

La luna de miel llegó como una cruel ironía. No solo los recién casados viajarían a ese paraíso comprado con dinero y poder: Adrián había decidido llevar también a los trillizos.

— Para que nuestra familia sea perfecta —había dicho él, con esa voz aterciopelada que engañaba a todos, excepto a quienes ya conocían el filo que escondía.

Laura, vestida con un atuendo elegante que no había escogido, bajaba por la escalinata del jet privado. Su mirada perdida no lograba ver el lujo del interior, ni la alfombra roja, ni el personal de servicio inclinado. Solo sentía el peso invisible de cadenas que no se veían, pero que dolían más que cualquier hierro.

Los niños la seguían en fila. Elías, con pasos inseguros, los ojos húmedos como si llorara en silencio; Leo, con la barbilla en alto, ocultando la rabia tras una falsa serenidad; Elian, frío, calculador, pero con la tormenta gestándose dentro. El viaje comenzó. El mundo creyó que era la luna de miel perfecta, el retrato de la familia feliz. Fotos robadas en aeropuertos, titulares en revistas que hablaban del poderoso empresario y su encantadora esposa.

Pero dentro del avión, la atmósfera era otra.
Laura sentía que cada kilómetro que los alejaba de casa era un kilómetro más hacia el infierno. Los trillizos se miraban en silencio, compartiendo la misma promesa secreta: no importa dónde, no importa cuándo, nos liberaremos.

La primera noche en la isla paradisíaca fue un despliegue de lujo: fuegos artificiales, cenas a la orilla del mar, música suave. Adrián brillaba como el anfitrión perfecto. Pero en lo profundo de la habitación donde Laura intentaba dormir junto a sus hijos, una fuerza invisible comenzó a crecer. Elian, con los ojos abiertos en la oscuridad, tomó la mano de sus hermanos y susurró:

—Es aquí donde empieza nuestra guerra. No contra mamá, no contra nosotros mismos… sino contra él.




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