Seis meses habían pasado desde aquella boda que no fue más que el inicio del verdadero infierno.
El tiempo, en manos de Adrián, no era más que un látigo invisible. Laura y sus hijos habían logrado, con valentía y unión, neutralizar los efectos de la droga que en un inicio los había vuelto marionetas. Pero al recuperar su conciencia, se encontraron atrapados en un mundo aún peor: prisioneros de carne y hueso en la propia mansión del hombre que decía amarlos.
La rebelión sofocada
El castigo llegó cada vez que Laura se atrevía a levantar la voz. Llegaba en forma de palabras humillantes, de órdenes crueles, de amenazas contra sus hijos. Y cuando ella elegía guardar silencio para protegerlos, era entonces cuando los golpes caían sobre su espíritu, uno tras otro, hasta desgarrarla.
Elías, siempre frágil, lloraba en silencio al verla sufrir. Pero Elian y Leo, como dos guardianes diminutos, se interponían entre ella y su verdugo.
Una tarde, en el gran salón de la mansión, Adrián perdió la paciencia al ver a Laura negarse a obedecer una de sus órdenes. La tomó del brazo con violencia, sus dedos clavándose como grilletes, y estuvo a punto de arrastrarla frente a todos los sirvientes. Pero entonces Elian y Leo se plantaron frente a él, con ojos encendidos, con esa chispa que ni los meses de tortura habían logrado apagar.
—¡No la toques! —rugió Leo, con la voz temblorosa pero firme.
—Ella es nuestra madre, no tuya —añadió Elian, con un desafío tan helado que incluso Adrián dudó por un segundo.
Elías, escondido detrás de ellos, observaba con terror, pero también con orgullo. Sus hermanos mayores, aunque de la misma edad que él, habían decidido cargar con el peso de protegerlo. Adrián soltó una carcajada oscura, como un relámpago en mitad de la noche.
—¿Protegen a su madre de mí? Yo soy su marido. Soy su dueño. Y ustedes… ustedes no son más que niños.
Su voz era veneno, pero los gemelos no retrocedieron. Laura, con lágrimas en los ojos, intentó interponerse para evitar el castigo. Y lo recibió. Adrián la empujó contra el mármol del salón, y los niños corrieron a auxiliarla.
Ese fue el infierno cotidiano: la resistencia inútil, los castigos inevitables. Pero en cada acto de rebeldía, la semilla de la libertad seguía germinando.
La invitación misteriosa
Una mañana, cuando todo parecía sumido en la rutina del dolor, un sobre negro llegó a la mansión. Era de un material lujoso, con un sello dorado en forma de media luna.
Laura, que ordenaba el desayuno de sus hijos, lo vio sobre la mesa. No pudo tomarlo: Adrián ya lo tenía en sus manos. Rasgó el sello y leyó con atención.
Era una invitación a una fiesta aristocrática. El lugar no estaba mencionado con exactitud, solo las coordenadas y una fecha. Nadie sabía quién era el anfitrión. Nadie conocía su nombre. Adrián arqueó una ceja, intrigado. Una sonrisa se dibujó en sus labios.
—Al parecer, nos invitan a algo exclusivo —dijo, como si hablara consigo mismo.
Laura sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Nada bueno podía salir de esa carta.
Esa noche, Adrián cumplió con su ritual. Mientras Laura y los niños dormían, ordenó que se les administrara una dosis mínima de la droga. No tanta como para anularlos por completo, pero suficiente para apagar cualquier intento de rebelión.
Cuando despertaron, ya estaban vestidos con ropa lujosa: Laura, en un vestido de seda color marfil que brillaba con cada movimiento; los trillizos, en esmóquines negros con moños de terciopelo. Subieron al automóvil negro que los esperaba, y emprendieron el camino hacia el destino desconocido.
La fiesta
El lugar era de una elegancia sobrecogedora. Una mansión aún más majestuosa que la de Adrián, iluminada por cientos de lámparas de cristal, con alfombras rojas extendidas hasta el infinito.
Los invitados eran miembros de la aristocracia más selecta: hombres y mujeres con trajes impecables, joyas deslumbrantes, sonrisas llenas de poder. Música clásica envolvía el ambiente, y copas de vino espumoso circulaban entre charlas llenas de diplomacia y secretos.
Laura y los niños caminaron detrás de Adrián, con pasos temblorosos, sintiendo cómo la droga los debilitaba poco a poco. Elías se aferraba a la mano de su madre, mientras Leo y Elian intercambiaban miradas de alerta. Nadie sabía quién era el anfitrión. Nadie lo había visto jamás.
De pronto, las luces se apagaron. Un murmullo recorrió el salón. Los invitados, desconcertados, se miraron unos a otros, hasta que un solo haz de luz iluminó el primer piso de la mansión. Allí, de pie, en lo alto de una escalinata de mármol, apareció un hombre.
El regreso del fantasma
Laura contuvo el aliento. Sus hijos también. Adrián se quedó inmóvil, con los ojos muy abiertos.
Era Julián.
Más hermoso que nunca, con un porte majestuoso, vestido de negro impecable. Su rostro, antes bondadoso y dulce, ahora estaba endurecido, como esculpido en hielo. Su mirada no era la de un hombre enamorado, sino la de un juez, la de un fantasma vuelto carne.
Sus ojos recorrieron lentamente a todos los invitados, como un rey inspeccionando a su corte. Hasta que se detuvieron en Laura. Luego en los trillizos. Finalmente, en Adrián. La tensión podía cortarse con un cuchillo. Y entonces, Julián habló. Su voz era fría, dura, sin un solo rastro del hombre que alguna vez había sido.
—Señores, buenas noches.
El silencio se extendió como un manto. Cada invitado contuvo la respiración, cada corazón se detuvo por un segundo. Laura sintió un estremecimiento recorrerle el cuerpo. Elías apretó más fuerte su mano. Elian y Leo, con los ojos encendidos, comprendieron que aquella noche todo cambiaría.
La reaparición de Julián no era un milagro, era un juicio. Y su primera sentencia caería sobre Adrián.