Prisionera De Su Obsesión

La nota en la oscuridad

El salón entero contenía la respiración. Las lámparas de cristal resplandecían como lunas quebradas y el eco de la voz de Julián aún flotaba en el aire.

Laura sentía que el corazón le golpeaba el pecho como un tambor de guerra. Estaba allí, frente a ella. El hombre que amaba. El padre de sus hijos. Pero no era el mismo. Ya no irradiaba bondad ni ternura; ahora, Julián se movía como un depredador en un territorio que conocía bien. Su presencia dominaba, helaba, paralizaba.

Los trillizos se removían en sus asientos. Elías tenía los ojos llenos de lágrimas, su pequeño cuerpo temblaba con la impotencia de no poder correr a los brazos de aquel que siempre había soñado como protector. Elian y Leo, en cambio, se mordían los labios, con la sangre hirviendo en las venas. Sabían que un solo movimiento brusco sería castigado. Adrián no se lo perdonaría.

La locura de Laura

Laura sentía que se rompía en mil pedazos. La desesperación la devoraba viva. Quería gritar, correr, arrojarse a los brazos de Julián. Pero estaba atrapada en esa silla dorada, con una copa de vino en la mano que ni siquiera había pedido, drogada lo suficiente para mantenerla dócil, sobria lo justo para no perder la conciencia de su tormento.

El mundo alrededor parecía moverse a cámara lenta: las risas superficiales de los invitados, las melodías de violines, los brindis que sonaban lejanos. Todo era una máscara. Un teatro de lujo donde ella era la muñeca rota exhibida al lado de su dueño.

—Mírame, Laura —susurró Adrián al oído, acercándose con la fuerza de un conquistador que muestra su trofeo.

La besó en la mejilla, luego en el cuello, luego en los labios, con gestos posesivos que no buscaban ternura sino dominio. Cada roce era un recordatorio cruel de que ella no era libre.

Laura, con los ojos clavados en Julián, sintió que la locura se apoderaba de su mente. Y en ese instante nació en ella una chispa de astucia: si no podía gritar, si no podía correr, debía encontrar otra forma.

Julián, el depredador

Mientras tanto, Julián descendía lentamente la escalinata. Sus pasos eran seguros, medidos, cargados de un magnetismo que obligaba a todos a apartarse. Su mirada fría barría el salón como si buscara debilidades, como si evaluara a cada alma para decidir cuál sería su próxima presa.

No se detuvo en las caricias de Adrián hacia Laura. No reaccionó a las lágrimas contenidas de Elías ni a la rabia de Elian y Leo. Su rostro era una máscara de indiferencia. Como si ese Julián bondadoso y humano hubiera sido enterrado para siempre en las sombras de aquel psiquiátrico.

Pero en lo más profundo de sus ojos, Laura creyó ver un destello fugaz. Una chispa. Y supo que, aunque enterrado, ese Julián aún existía.

El desafío de Adrián

Adrián, incómodo ante esa indiferencia glacial, se inclinó hacia Laura y la abrazó con fuerza, apretándola contra su cuerpo.
—¿Lo ves, amor? —dijo, con una sonrisa venenosa—. Hasta él sabe que eres mía.

Luego, besó sus labios frente a todos, largo y cruel, como quien marca un territorio. Los invitados fingieron no mirar, pero el morbo se respiraba en cada rincón.

Julián no reaccionó. Ni un gesto, ni una mueca. Solo caminó entre los presentes, recibiendo reverencias, saludando con un leve movimiento de cabeza. Como un rey oscuro que ya no necesitaba demostrar poder porque el poder lo era todo en él.

Laura sintió que se desmoronaba. La indiferencia de Julián era aún más dolorosa que las cadenas de Adrián.

La servilleta

Fue entonces cuando, con manos temblorosas, Laura tomó una servilleta de lino blanco. Fingió limpiarse los labios tras el último beso impuesto. Con la pluma que llevaba escondida entre los pliegues de su vestido, escribió una sola palabra, sencilla, urgente, desesperada:

Ayúdanos.

Su pulso era débil, pero la palabra brillaba con la fuerza de una súplica nacida del alma.

Esperó. Buscó el momento. Y cuando Julián pasó cerca de su mesa, inclinado para saludar a uno de los invitados, Laura se movió con la sutileza de una sombra.

Con un gesto imperceptible, deslizó la servilleta doblada en el bolsillo interior del saco de Julián. Su corazón casi se detuvo en el instante en que lo hizo. Adrián no se dio cuenta. Nadie lo hizo.

El hallazgo

La velada continuó con un lujo vacío. Risas, brindis, música, todo impregnado de falsedad. Adrián seguía besando y abrazando a Laura como un animal celoso, mientras ella contenía las lágrimas.

Al final de la noche, Julián entró en una sala privada. Cerró la puerta tras de sí. Sus manos, acostumbradas ya a los detalles más ínfimos, percibieron un pliegue extraño en el interior de su saco.

Sacó la servilleta. La desplegó. Y leyó.

Ayúdanos.

El mundo se detuvo. Sus ojos, fríos como cuchillas, se suavizaron por un segundo. Reconocería esa letra en cualquier lugar, en cualquier circunstancia. Era Laura.

Julián apretó la servilleta entre los dedos. Y aunque su rostro siguió siendo una máscara de hielo, algo comenzó a arder en su interior.

—Laura… —susurró, como si la palabra fuera un juramento.

Julián levantó la vista hacia el espejo del salón privado. Su reflejo devolvía la imagen de un hombre que había dejado atrás la bondad, pero que acababa de recibir la chispa de su redención.

Y esa chispa tenía un nombre: Laura.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.