Prisionera De Su Obsesión

El silencio detrás de la máscara

El eco de una palabra

La servilleta arrugada descansaba en la palma de Julián como si fuera un pedazo de fuego vivo.

Ayúdanos.

Dos palabras. Apenas eso. Pero en ellas latía todo: el grito ahogado de Laura, la súplica de los trillizos, la herida abierta de un pasado que Adrián había querido enterrar a golpes de poder y mentiras.

Julián apretó los labios y deslizó la nota de nuevo en su saco. A los ojos de cualquiera seguía siendo ese anfitrión frío, elegante, intocable. Pero dentro de él, una tempestad se levantaba.

Durante meses había soportado la oscuridad de aquel psiquiátrico, había sobrevivido a los venenos mentales que querían arrancarle la cordura. Había salido más fuerte, sí, pero también más distante. Ahora, por primera vez desde que escapó, la máscara peligrosa que había construido comenzó a resquebrajarse.

Laura aún lo necesitaba. Y si ella lo necesitaba, nada ni nadie lo detendría.

La prisión de cristal

En el salón principal, Laura intentaba mantener la compostura. Adrián no la soltaba ni un segundo. Sus manos se posaban en su cintura con una autoridad sofocante, sus labios reclamaban los suyos ante todos, y susurraba frases de posesión como veneno al oído:

—Eres mía, Laura. Mía para siempre.

Ella cerraba los ojos, luchando contra la droga que entumecía sus pensamientos, y contra el terror que le provocaba la frialdad de Julián. ¿Acaso ya no quedaba nada de aquel hombre dulce y protector? ¿Había muerto en ese psiquiátrico, reemplazado por un extraño de mirada helada?

Los trillizos, sentados junto a ella, reflejaban su angustia.

Elías bajaba la cabeza, las lágrimas le resbalaban silenciosas.

Elian tenía el ceño fruncido, tragándose la furia que amenazaba con explotar.

Leo apretaba los puños, buscando un resquicio, un momento para rebelarse. La música seguía, los invitados reían, pero para ellos la fiesta era una prisión de cristal. Y el carcelero estaba sentado justo a su lado.

Las dudas de Adrián

Adrián no había pasado por alto un detalle: la indiferencia de Julián.
Esperaba burla, desafío, o incluso un arrebato de odio. Pero no. El maldito se limitaba a caminar entre los invitados con ese porte regio, como si todo le perteneciera. Esa serenidad helaba más que cualquier amenaza.

En el fondo, Adrián sabía que el psiquiátrico no había destruido a Julián. Lo había transformado. Y eso lo inquietaba. Se inclinó hacia Laura, besándola con más fuerza de la necesaria, como si buscara provocar una reacción en Julián. Pero nada. Ni un parpadeo.

—¿Lo ves? —murmuró, con la voz impregnada de triunfo y veneno—. Para él no eres nada.

Laura no respondió. Porque sabía que Adrián se equivocaba. Lo había visto en los ojos de Julián, ese destello fugaz que solo ella podía reconocer.

El depredador en la penumbra

En la sala privada, Julián se sirvió una copa de vino, aunque ni siquiera la probó. Se recargó contra la ventana y observó la ciudad iluminada. Desde allí, podía ver su reflejo en el cristal: un hombre vestido de negro impecable, con el porte de un rey sin corona y la mirada de un lobo que había aprendido a sobrevivir entre jaurías.

Recordó las palabras de Adrián en el pasado, esa risa cruel que aún resonaba en su memoria:

Nunca volverás a verla. Nunca volverás a ellos.

Julián cerró los ojos. Laura estaba viva. Sus hijos estaban vivos. Y acababa de pedirle ayuda.

La máscara que había creado ese escudo de hielo que lo mantenía impenetrable debía permanecer. Pero ahora no sería solo un disfraz, sino un arma. Un depredador nunca muestra sus colmillos hasta el instante justo antes de morder.

La estrategia del silencio

Al día siguiente, Adrián no pudo resistir la tentación de presumir su victoria. Organizó un desayuno con los más cercanos aliados de la aristocracia. Laura, impecable como siempre, se sentó a su lado. Pero su mirada estaba perdida, como si el alma hubiera abandonado su cuerpo.

Los trillizos, en cambio, mostraban señales de rebelión. Elías apenas probó la comida, Elian clavaba la mirada en su padre con un odio silencioso, y Leo se mantenía rígido, como un soldado en espera de una orden.

—Debemos agradecer a nuestro anfitrión de anoche —dijo Adrián, con su sonrisa de tiburón— Julián ha demostrado que sabe cuál es su lugar.

Laura bajó la mirada. En su interior, la servilleta ya no era solo un mensaje; era una promesa. Y aunque Adrián creyera que había ganado, ella sabía que la verdadera batalla apenas comenzaba.

El rugido contenido

Los días siguientes fueron un infierno. Adrián intensificó su control, como si temiera que algo escapara de sus manos. Laura apenas podía respirar sin sentir sus ojos encima. Pero los trillizos comenzaron a actuar en silencio.

Elías, aunque frágil, era observador. Anotaba cada movimiento, cada detalle, cada descuido.

Elian, impulsivo, buscaba formas de desafiarlo, aunque fueran mínimas: retrasar un saludo, desobedecer una orden, lanzar una mirada que ardía como fuego.

Leo, calculador, era el equilibrio. Sabía cuándo callar, cuándo actuar, cuándo proteger a su madre y hermanos.

Los tres, juntos, eran una tormenta en ciernes. Una tormenta que Adrián no veía venir.

El baile envenenado

Una semana después, Adrián organizó otro evento, más íntimo, en su propia mansión. Laura fue obligada a vestirse como una reina, con un vestido plateado que la hacía brillar bajo las luces, pero sus ojos seguían vacíos. Durante el baile, Adrián la tomó entre sus brazos. La música era lenta, sensual. Y mientras giraban en el centro del salón, susurró:

—Tarde o temprano, dejarás de luchar. Serás mía en cuerpo, alma y memoria.

Laura cerró los ojos, reprimiendo un escalofrío. Pero cuando volvió a abrirlos, allí estaba Julián, observándola desde la distancia.




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