El aire de la sala subterránea era espeso, como si cada ladrillo hubiera absorbido siglos de secretos. Laura dormía en el sofá, exhausta por los días de encierro y vigilancia, mientras los trillizos, con los nervios tensos, seguían el sonido lejano de pasos que se acercaban.
Elian, Leo y Elías se miraron entre sí. Ninguno dijo palabra, pero los tres supieron que aquello no era una alucinación, ni una de las trampas de Adrián. El pomo de la puerta giró. El crujido del metal sonó como un trueno en medio de la calma. Y entonces, la silueta apareció.
Julián.
El hombre que creían perdido para siempre estaba allí, de pie, más imponente y frío que nunca. Vestía de negro, con un porte elegante y calculado, pero sus ojos —oh, sus ojos— tenían esa luz que los niños reconocieron al instante, aunque intentara ocultarla bajo una máscara de hielo. Elías fue el primero en reaccionar. Sus labios temblaron.
—Papá…
La disculpa de Elian
Elian dio un paso al frente. Por primera vez en mucho tiempo, su mirada desafiante se quebró. Sus labios temblaron, la rabia y la tristeza chocaban dentro de él como dos tormentas.
—Yo… yo me equivoqué —balbuceó, bajando la vista—. Dejé que el odio me cegara. Pensé que me habías abandonado, que nunca te importé… pero fui yo quien los traicionó.
El silencio fue pesado. Julián lo observó, inmóvil, con esa frialdad que helaba hasta los huesos. Elian sintió que no lo perdonaría jamás, que esa distancia sería eterna. Hasta que Julián dio un paso hacia él. Su mano grande y firme se posó sobre su hombro.
—Todos cometemos errores, hijo —dijo con voz grave, contenida—. Pero lo que cuenta es lo que eliges hacer después.
Elian lo miró con los ojos inundados de lágrimas. Nunca lo había llamado así: hijo. Y en ese instante, el muro que lo mantenía distante se desplomó.
—Perdóname… —susurró Elian, dejando que el llanto al fin lo desbordara.
—Ya lo estás —respondió Julián, apretando su hombro.
El ruego de los mellizos
Elías no pudo más. Corrió hacia Julián y se abrazó a sus piernas con desesperación.
—¡Sácanos de aquí, por favor! —gritó, con el pecho sacudido por sollozos—. No aguanto más. No quiero seguir viendo a mamá sufrir… no quiero seguir viendo a Adrián tocarla como si fuera suya.
Leo lo siguió, aunque más firme, con la mandíbula apretada. Sus ojos se clavaron en Julián con fuego.
—Hazlo, papá. No sólo por ella, también por nosotros. Llévanos lejos, protégela como dijiste una vez. ¡Hazlo ahora!
Julián los miró a los tres, y por un instante, el hielo de su semblante se quebró. Esa súplica no era un simple pedido; era la voz de la sangre reclamando justicia. Los abrazó a los tres, fuerte, como si quisiera grabar sus cuerpos en su memoria. Por primera vez desde que escapó del infierno del psiquiátrico, dejó que la máscara se desmoronara.
—Los sacaré de este infierno. Se los prometo.
El regreso del cazador
La promesa encendió un fuego nuevo en los ojos de Julián. Ya no era solo el sobreviviente, ni el hombre quebrado. Era un cazador que había encontrado su razón para luchar. Se separó de los niños y con voz baja, pero cargada de determinación, les dijo:
—Esta noche empieza el fin de Adrián.
Los trillizos se miraron entre sí. La esperanza, esa chispa que creían muerta, volvió a brillar.
Pero antes de que pudieran celebrar, un sonido los congeló: golpes secos en la puerta superior, voces ásperas, pasos pesados descendiendo por la escalera.
Adrián.
El corazón de Laura despertó con el estruendo. Julián apretó la mano de los tres niños y los empujó detrás de él. El rostro que había mostrado ternura segundos antes volvió a endurecerse.
—Atrás —ordenó con voz cortante.
La puerta de hierro retumbó una vez más, a punto de ceder. Y justo antes de que estallara, Julián susurró algo que heló la sangre de los niños y de Laura por igual:
—Si entra, ninguno de los dos saldrá vivo.