Prisionera De Su Obsesión

El depredador invisible

La noche había estallado en un estruendo de golpes contra el hierro de la puerta subterránea. Laura apenas alcanzó a levantarse del sofá cuando Adrián irrumpió con sus hombres, el rostro desencajado por la furia y la posesión. Los trillizos gritaron, corrieron hacia Julián, pero en segundos la escena se volvió un caos de sombras, forcejeos y manos arrancando lo que el destino intentaba reunir.

Elian se aferró a Julián con desesperación. Elías lloraba mientras era alzado por dos guardias. Leo mordió hasta sangrar a quien intentaba separarlo. Laura gritó su nombre una y otra vez, mientras Adrián, con sonrisa de vencedor, la sujetaba del brazo.

—No lo entiendes, Julián —dijo Adrián con voz dura, sus ojos ardiendo de odio y triunfo— Ellos son míos. Ella es mía. Siempre lo fueron.

El último que resistió fue Elian, su rostro bañado en lágrimas y rabia.

—¡No! ¡No lo son! ¡Eres un monstruo!

Julián intentó avanzar, pero las armas se alzaron. Los niños y Laura fueron arrastrados, y en segundos, el eco de sus voces quedó en silencio, devorado por el peso de las paredes. Julián quedó solo. Otra vez. Pero esta vez era diferente. No volvería a perderlos.

El silencio antes de la tormenta

La mansión se sumió en una calma espectral después del secuestro. Julián permaneció de pie en la sala, los ojos clavados en el vacío, el rostro de piedra. No gritó, no corrió tras ellos, no lanzó maldiciones. No era el Julián de antes. Este Julián había aprendido en carne propia que la desesperación es inútil; que el verdadero poder no está en el arrebato, sino en la estrategia.

Se arrodilló y recogió la servilleta arrugada donde Laura había escrito la palabra Ayúdanos. La acarició con la yema de los dedos, como si pudiera sentir el pulso de ella aún impregnado en las fibras. Y entonces, su mente comenzó a trabajar. Adrián había cometido un error al llevárselos. Lo había puesto en movimiento.

El mapa de los aliados

En las semanas siguientes, Julián desapareció del ojo público. Nadie lo vio en las fiestas de la aristocracia, ni en los círculos sociales donde solía moverse. Los rumores decían que había vuelto al extranjero, otros que había enloquecido. Pero la realidad era otra: se había hundido en el subsuelo del poder, el lugar donde las máscaras caen y sólo queda la verdad más cruda.

Con paciencia quirúrgica, levantó el mapa de los aliados de Adrián. Cada nombre era un eslabón de la cadena que sostenía su imperio. Cada uno había colaborado, de una u otra forma, con su encierro y tormento en el psiquiátrico.

El juez Esteban Rivas, quien había firmado órdenes falsas para legitimar su reclusión. El banquero Gustavo Ledesma, encargado de congelar y manipular sus cuentas para dejarlo en la ruina. El empresario Claudio Méndez, proveedor de recursos y cómplice directo de Adrián en su red de corrupción. El director del psiquiátrico, Horacio Cárdenas, el carcelero que había permitido las torturas.

Julián sonrió por primera vez en semanas al leer esa lista. No era alegría; era el brillo oscuro de quien se prepara para la cacería.

—Uno por uno —murmuró—. Los derribaré uno por uno.

La caída del juez

El primero fue el juez. Julián no lo enfrentó directamente, no necesitaba hacerlo. Bastó con abrir los cajones ocultos de su pasado. Documentos de sobornos, grabaciones de conversaciones vendidas, imágenes de fiestas clandestinas con personajes prohibidos. Todo salió a la luz en un solo día.

El juez Rivas fue encontrado al amanecer rodeado de periodistas, esposado por sus propios colegas. Adrián intentó interceder, pero los cimientos ya se habían quebrado. El escándalo devoró la carrera del juez como un incendio devora un bosque seco.

Laura, en su nueva prisión, alcanzó a escuchar el murmullo de los guardias: “El juez ha caído”. En su interior, supo que era obra de Julián. Y ese pensamiento le devolvió un hálito de esperanza.

El banquero arruinado

El segundo movimiento fue más sutil. Gustavo Ledesma, el banquero, se enorgullecía de sus cuentas blindadas en paraísos fiscales. Julián, con aliados invisibles y una red de contactos que había cultivado en silencio durante años, desmanteló uno por uno sus refugios financieros.

Una mañana, el banquero se despertó en la ruina. Sus bancos estaban intervenidos, sus clientes lo abandonaban, y los periódicos hablaban de el colapso inesperado del magnate más sólido de la aristocracia.

Adrián recibió la noticia con ira. Dos de sus pilares habían caído. Se giró hacia Laura, que lo observaba desde la distancia con los ojos apagados por la droga.

—¿Ves lo que hace? —le dijo, apretando su barbilla—. Cree que puede destruirme. Pero lo que no entiende es que jamás lo tendrás de vuelta. Tú eres mía. Los niños son míos.

Laura cerró los ojos. En silencio, una lágrima rodó por su mejilla. No era derrota: era una promesa silenciosa de resistencia.

El empresario quebrado

Claudio Méndez fue el siguiente. Dueño de empresas fantasmas, proveedor de armas, traficante disfrazado de hombre respetable. Julián no lo tocó con escándalos ni con dinero. Lo tocó en donde más duele: la confianza de sus propios hombres.

Uno a uno, los socios de Méndez comenzaron a desertar. Documentos firmados aparecieron de la nada en manos de la justicia, grabaciones secretas filtradas a la prensa. En menos de un mes, su imperio se derrumbó como un castillo de naipes.

Claudio intentó huir del país. No lo logró. Lo encontraron en un aeropuerto, reducido a un hombre vacío, con el rostro demacrado y las manos temblando. Laura supo de la noticia a través de un murmullo. Los trillizos, sobre todo Leo, lo interpretaron como señales: papá estaba trabajando, papá no se había rendido.

El director del psiquiátrico

El último en la lista era Horacio Cárdenas, el director del psiquiátrico. Para él, Julián guardaba el golpe más cruel.




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