Prisionera De Su Obsesión

El rugido de la justicia

La estrategia invisible

El eco de las caídas políticas, sociales y económicas de los aliados de Adrián aún resonaba en la aristocracia. Nadie hablaba abiertamente, pero todos sabían que el depredador invisible era Julián. Adrián, paranoico, encerraba cada vez más a Laura y a los trillizos, temiendo que el próximo golpe cayera directamente sobre él. Lo que no esperaba era que el siguiente ataque no viniera con armas ni escándalos, sino con el filo impecable de la ley.

Julián, paciente, había tejido su red de abogados, jueces recuperados y testigos silenciados durante años. Había recolectado pruebas de los abusos de Adrián sobre los niños, registros médicos de las drogas utilizadas, y sobre todo, los testimonios de guardias sobornados que empezaban a quebrarse bajo la presión de su nuevo poder.

La jugada estaba lista. No sería un rescate sangriento, sino legal.

El día del juicio

La sala del tribunal estaba abarrotada de curiosos y periodistas disfrazados de invitados. Nadie quería perderse el duelo entre dos de los hombres más poderosos de la aristocracia.

De un lado, Adrián, impecable en su traje oscuro, con la sonrisa gélida que tantas veces había hipnotizado a los débiles. De otro, Julián, erguido, con la elegancia de un hombre que ya no necesitaba demostrar nada, acompañado por un ejército de abogados y documentos que ardían como espadas listas para desenvainarse.

Los trillizos estaban presentes, pero bajo la custodia momentánea del tribunal. Sus miradas reflejaban miedo y esperanza a la vez. Laura, en cambio, no estaba. Su ausencia era un vacío que dolía, un recordatorio cruel de que, aunque los niños podían ser liberados, ella seguía atrapada.

El juez abrió el expediente, y las pruebas comenzaron a desfilar: informes médicos sobre el uso de drogas en menores, testimonios de personal de servicio que hablaban de gritos y castigos, documentos que demostraban cuentas secretas usadas para silenciar testigos. Cada palabra era un golpe directo en el rostro de Adrián.

Julián permanecía inmóvil, pero sus ojos centelleaban. Cada prueba era un ladrillo que quitaba del muro que Adrián había levantado.

El veredicto

Horas de exposición culminaron en un silencio sepulcral. El juez miró a los presentes y dictó sentencia:

—La custodia plena de los menores Elías, Elian y Leo será otorgada a Julián Montalvo, quien ha demostrado ser el único capaz de garantizar el bienestar de los niños.

La sala estalló. Los flashes de las cámaras iluminaron el rostro de Adrián, desencajado como nunca antes. Los trillizos corrieron hacia Julián. Elías lo abrazó con fuerza, Leo lloró en su hombro y hasta Elian, el más distante, se aferró a su brazo, susurrando apenas audible:

—Perdóname.

Julián los rodeó a los tres, su corazón latiendo con fuerza. Era una victoria, pero no completa. Su mirada se alzó, buscando a Laura en vano. Ella seguía siendo la prisionera de un matrimonio forzado.

La derrota de Adrián

La noticia recorrió la aristocracia como un incendio. El gran Adrián había perdido a sus hijos de manera legal. Ya no era solo un rumor, ya no eran susurros en fiestas privadas: era un hecho consumado.

Adrián se encerró con Laura esa misma noche. Ella, aturdida por las drogas, apenas podía reaccionar, pero en su interior algo vibraba: el rugido de la justicia había llegado hasta su puerta. Él, con los ojos inyectados en sangre, la sacudió con violencia.

—¿Lo ves? ¿Ves lo que ha hecho? ¡Ese maldito me ha robado a mis hijos!

Laura lo miró con la frialdad de quien ya no siente miedo.

—No te los robó. Solo los devolvió a la luz.

El golpe que Adrián descargó en la mesa cercana rompió la madera en dos. Sus hombres lo observaban desde la penumbra, inseguros, como si por primera vez vieran a su líder fracturarse.

La promesa de Julián

Mientras tanto, Julián llevó a los niños a su propia mansión, transformada ahora en un refugio. No había cadenas ni barrotes, solo espacios abiertos, risas contenidas y promesas susurradas. Les juró que jamás volverían a sufrir.

—Los tres son mi vida —les dijo mientras cenaban juntos por primera vez en paz—. Nadie volverá a tocarlos.

Elías sonrió con timidez. Leo lo abrazó con fuerza. Elian, aunque callado, miró a Julián con una mezcla de admiración y culpa. No podía borrar lo que había hecho en el pasado, pero el perdón en los ojos de Julián era más fuerte que cualquier condena. Sin embargo, todos sabían que faltaba alguien. El lugar vacío de Laura era una herida que no dejaba cicatrizar.

El contraataque de Adrián

La caída no detuvo a Adrián, sino que encendió en él una paranoia febril. Ya no confiaba en nadie, ni siquiera en sus propios hombres. Veía traiciones en cada esquina, escuchaba pasos donde no había nadie, sentía las manos de Julián acechando incluso en su sombra. Fue entonces cuando tomó la decisión más extrema: desaparecer.

Una noche sin luna, Laura fue obligada a vestir de gala. La subieron a un carruaje con baúles ya preparados. Ella apenas podía reaccionar; las drogas habían vuelto a recorrer su cuerpo, aunque más débiles gracias a su resistencia.
Adrián la tomó de la mano con un gesto posesivo.

—Nos iremos lejos. Ni Julián, ni la ley, ni la aristocracia podrán encontrarnos. Desde hoy, Laura, no eres más que mía.

Los sirvientes quemaron documentos, cerraron la mansión y borraron huellas. Antes del amanecer, Adrián y Laura habían desaparecido del mapa. Nadie en la ciudad supo más de ellos.

El eco de la desaparición

La noticia cayó como un rayo en la mansión de Julián. Los niños fueron los primeros en percatarse: no habían recibido ni una carta, ni un rumor, ni una señal. Su madre había desaparecido. Elías lloró desconsolado. Leo prometió buscarla, aunque no supiera cómo. Elian, con un nudo en la garganta, murmuró:




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.