La mansión de Julián, otrora fría e imponente, se había transformado poco a poco en un hogar. El eco de las paredes fue reemplazado por risas infantiles, discusiones juguetonas y las voces de los trillizos que corrían por los pasillos.
Era extraño. Aunque la ausencia de Laura se sentía como un agujero en el pecho de todos, Julián se empeñaba en darles algo que jamás habían tenido: la certeza de pertenecer a una familia.
La promesa de un padre
Aquella mañana, Julián reunió a los tres en el comedor. Elías, el más sensible, estaba con la mirada perdida en la ventana. Leo jugueteaba nerviosamente con un trozo de pan. Elian, en cambio, mantenía su semblante serio, como si aún cargara la culpa de sus errores pasados.
Julián se arrodilló frente a ellos, apoyando sus manos sobre la mesa.
— Escúchenme bien —dijo con voz firme pero cálida—. Sé que su mamá no está aquí, y duele. Duele más de lo que puedo poner en palabras. Pero les prometo algo: no voy a descansar hasta traerla de vuelta.
Elías lo miró con los ojos húmedos.
—¿Lo dices de verdad, Julián? ¿De verdad vas a salvarla?
Julián le acarició el cabello.
—Lo juro por mi vida.
Leo, contagiado por la seguridad de Julián, sonrió por primera vez en días. Elian, en silencio, desvió la mirada. Pero en su interior, un rayo de esperanza se abrió paso. Las semanas siguientes se llenaron de pequeños momentos que, aunque simples, eran profundamente significativos.
Las cenas juntos. Julián cocinaba personalmente, algo que sorprendió a los niños. No era un banquete aristocrático, sino platos sencillos: sopa caliente, pan recién horneado, estofados que perfumaban la casa. Elías decía que olía a “mamá”, porque Laura solía cocinar cuando nadie miraba, escapando de su jaula dorada.
Las tardes de juegos. Leo insistía en que jugaran fútbol en el jardín. Julián, con la camisa remangada, corría con ellos, riendo cuando caía al césped fingiendo derrota. Elías, menos hábil, siempre terminaba en los brazos de Julián, quien lo levantaba en alto gritando:
¡El campeón eres tú!
Las noches de cuentos. Elian nunca pedía nada, pero escuchaba con atención cuando Julián narraba historias antes de dormir. Una noche, Julián relató un cuento sobre un lobo que protegía a sus cachorros contra todo peligro. Elian, en silencio, se acercó más a él, apoyando su cabeza en su hombro. No dijo nada, pero Julián entendió: era un paso hacia el perdón.
El peso del pasado
Sin embargo, no todo era calma. La ausencia de Laura era un fantasma que se colaba en los sueños de los niños. Elías se despertaba llorando, llamando a su madre. Julián acudía siempre, lo abrazaba fuerte y le susurraba:
—Tu mamá piensa en ti a cada segundo. Resiste un poco más.
Leo comenzó a volverse más protector con sus hermanos, a veces demasiado, como si quisiera ocupar el lugar de Julián. Pero Julián no lo reprendía, al contrario:
—Eso está bien, Leo. Cuida de ellos. Pero recuerda, no estás solo. Estoy aquí contigo.
Elian era distinto. Aunque se mostraba fuerte, pasaba horas dibujando en silencio. Una noche, Julián encontró en su cuaderno una imagen: una familia completa con Laura en el centro, pero con Adrián de espaldas, oscuro, apartado. Cuando lo vio, Elian bajó la cabeza.
—Yo la alejé —susurró con voz rota —Por mi culpa ella está con él.
Julián lo levantó por los hombros, mirándolo directo a los ojos.
—No, Elian. No fuiste tú. El monstruo es él, no tú. Y vamos a salvarla.
Elian rompió en llanto, abrazándose a Julián como nunca antes.
La calma antes de la tormenta
El tiempo les dio un espejismo de paz. Los niños empezaron a reír más, a sentirse seguros. Julián, aunque nunca bajaba la guardia, disfrutaba cada instante: los abrazos inesperados, las preguntas inocentes, los dibujos que llenaban su escritorio. Pero en las noches, cuando los tres dormían, Julián observaba desde la ventana. Sus ojos reflejaban la determinación de un hombre que no olvidaba.
—Laura… — murmuraba— Espérame.
El regreso de la sombra
Una tarde, mientras los trillizos jugaban en el jardín, un sobre llegó a la mansión. Era un papel grueso, perfumado, con un sello rojo. Julián lo abrió con precaución. En el interior, una invitación:
Banquete exclusivo de la aristocracia. Su asistencia es obligatoria.
Atentamente,
Un viejo conocido.
El corazón de Julián se endureció. Reconocía esa escritura. No había dudas.
—Adrián…
El sobre cayó de sus manos. Afuera, los niños reían sin saber nada. Julián los observó con ternura y dolor. Sabía que esa invitación no era un simple banquete. Era una provocación, una trampa, un recordatorio de que la guerra apenas comenzaba.
Esa noche, Julián entró en la habitación de los trillizos y los observó dormir. Elías abrazaba un peluche, Leo roncaba suavemente y Elian apretaba su cuaderno contra el pecho. Con voz baja, casi un juramento, dijo:
—No permitiré que nadie los toque. Pero si Adrián cree que puede usar a Laura para doblegarme… entonces tendrá que enfrentarse al verdadero Julián.
En ese instante, la campana de la entrada resonó con un eco inquietante. Al abrir, un mensajero le entregó una caja negra. Dentro, una sola prenda: el velo de novia de Laura.