Prisionera De Su Obsesión

El refugio de la risa y la pesadilla de las sombras

El tiempo en la mansión de Julián había comenzado a tomar otro ritmo. La casa, antaño helada y silenciosa, ahora rebosaba de voces infantiles, carreras por los pasillos y risas que parecían devolverle el alma a esas paredes. Julián, que durante tantos años había conocido solo la soledad y después el infierno del encierro, ahora empezaba a comprender que la verdadera fuerza no residía en el poder ni en la venganza, sino en esos pequeños momentos que los trillizos le regalaban cada día.

El brillo de los niños

Elías era el primero en contagiar a los demás con su dulzura. Cada mañana entraba en el despacho de Julián con un dibujo en la mano.

—Mira, Julián. Somos tú, mamá, mis hermanos y yo… juntos.

Julián lo miraba con ternura, conmovido por la inocencia del pequeño.

—¿Y por qué estoy en el medio? —preguntaba, sonriendo.

Elías inflaba las mejillas con seriedad.

—Porque eres el que nos cuida. Si tú no estás en medio, nos perderíamos.

Leo, siempre inquieto, insistía en que jugaran en el jardín. Aunque Julián llevaba una vida llena de responsabilidades y oscuras estrategias contra Adrián, nunca le decía que no. Terminaba con la camisa arrugada, el cabello despeinado y la risa abierta, persiguiendo pelotas y siendo derribado por los tres al mismo tiempo.

Elian, más serio, al principio solo observaba. Pero poco a poco, y en silencio, empezó a acercarse. Una tarde se sentó junto a Julián en la biblioteca, mirando cómo él revisaba algunos documentos.

—¿Puedo ayudarte? —preguntó con timidez.

Julián lo miró sorprendido.

—Claro. Siéntate.

Desde entonces, Elian lo acompañaba en sus horas de trabajo, a veces en silencio, otras preguntando cosas, pero siempre con una mirada que demostraba que buscaba algo más que respuestas: buscaba confianza, buscaba perdón.

Una noche de pesadilla

Pero las sombras del pasado eran difíciles de borrar.

Una noche, mientras todo en la mansión descansaba, Julián se revolvía en la cama. El sueño lo arrastró sin piedad hacia las memorias del psiquiátrico: Las paredes húmedas. El olor metálico de la sangre mezclado con desinfectante. Las risas de sus carceleros. Y la voz cruel que le repetía que nunca saldría de allí.

Se vio de nuevo en la celda, desnudo de dignidad, reducido a un objeto. Intentó gritar, pero su garganta estaba sellada. Golpeó las paredes con los puños hasta que sus nudillos sangraron. Y entonces escuchó el sonido de unas cadenas cerrándose sobre su cuerpo.

—Nunca escaparás… —susurró la voz.

Despertó sobresaltado, empapado en sudor, con el corazón latiendo desbocado como si quisiera romperle el pecho. Sus manos temblaban, su respiración era entrecortada y la habitación parecía encogerse a su alrededor. Se llevó una mano a la garganta, recordando la sensación de no poder gritar, de no poder defenderse.

El miedo era tan real que lo inmovilizó. Se levantó tambaleante y fue hasta el espejo, mirándose fijamente. Su reflejo lo devolvía al hombre que había sobrevivido, pero en sus ojos aún ardía el rastro del infierno. Sus labios murmuraron, quebrados:

—No… no volverán a encerrarme…

El consuelo inesperado

El crujido suave de la puerta lo hizo girar. Allí estaban los tres niños, de pie, con rostros preocupados. Elías fue el primero en correr hacia él.

—¡Te escuchamos, Julián! Tenías miedo…

Leo lo siguió, abrazándolo fuerte por la cintura.

—No queremos que estés triste.

Elian, más serio, se acercó despacio.

—Soñaste con ellos, ¿verdad? Con los que te hicieron daño.

Julián intentó mantener la compostura, pero las lágrimas que nunca se había permitido frente a nadie comenzaron a resbalar. Se arrodilló frente a ellos, dejándose rodear por esos pequeños brazos que lo apretaban con tanta fuerza como si pudieran protegerlo.

—No tienen idea de lo que significan para mí… —susurró, abrazándolos—. Cada risa suya es mi salvación.

Elías le limpió las lágrimas con sus manitas.

—No llores más. Ahora tienes una familia.

Leo asintió con determinación.

—Y no vamos a dejar que nadie te lastime nunca más.

Elian, en silencio, le tomó la mano con firmeza. Esa sola acción hizo que Julián sintiera que el peso que lo ahogaba desaparecía poco a poco. En ese instante comprendió algo: la pesadilla siempre lo perseguiría, pero no volvería a vencerlo mientras ellos estuvieran a su lado.

El renacer de la paz

Después de ese episodio, la relación entre Julián y los trillizos se volvió aún más profunda. Los niños se turnaban para dormir en su habitación, inventando excusas para cuidarlo de las pesadillas.

Elías le llevaba su peluche favorito y se lo colocaba al lado. Leo se quedaba despierto más tiempo, contándole historias hasta que Julián conciliaba el sueño. Elian, aunque más reservado, se aseguraba de revisar la habitación antes de dormir, como si quisiera demostrar que ningún monstruo podría entrar allí.

Julián empezó a sonreír más. Cada mañana, cuando despertaba y los veía correr hacia él, sentía que la oscuridad retrocedía un poco más.

Estos niños son mi fuerza, pensaba. Y por ellos… lucharé hasta el final.

El eco de una amenaza

Sin embargo, la calma nunca duraba demasiado. Una tarde, mientras paseaban en el jardín, un automóvil negro se detuvo frente a la entrada. El chofer dejó un paquete sobre la verja y desapareció sin decir palabra.

Julián lo recogió con cautela. El sello era inconfundible: pertenecía a Adrián. Lo abrió, y dentro había un simple papel con una frase escrita en tinta roja:

La familia que crees tener… me pertenece.

El corazón de Julián ardió de furia. Guardó la nota en su bolsillo para que los niños no la vieran y sonrió forzadamente.

—Vamos, es hora de cenar.

Pero en su interior sabía que aquello era el inicio de algo más oscuro.




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