Prisionera De Su Obsesión

La Fiesta del Silencio Roto

El salón resplandecía con el lujo desbordante de la aristocracia. Candelabros de cristal arrojaban destellos que se reflejaban en las copas de champán y en los vestidos enjoyados de las damas. Sin embargo, bajo esa apariencia de perfección, se respiraba un aire extraño, como si los muros mismos contuvieran la respiración.

Laura entró del brazo de Adrián, su mirada perdida. Los brillantes que adornaban su cuello parecían cadenas y no joyas. Sus labios pintados esbozaban una sonrisa que no alcanzaba a sus ojos. Tras ella, los trillizos caminaban con pasos sincronizados, como pequeños soldados forzados a representar la farsa de una familia perfecta.

Elías mantenía la cabeza gacha, escondiendo el temblor de sus manos. Elian, en cambio, miraba con un brillo de furia contenida. Leo tenía el rostro pétreo, como si cada fibra de su ser se negara a aceptar la realidad. Adrián sonreía, orgulloso, saludando a los presentes con la arrogancia de un hombre que se creía invencible. Y entonces, la música se apagó.

La aparición de Julián

Las luces del salón titilaron antes de extinguirse por completo, dejando un silencio absoluto. Solo un haz de luz emergió, iluminando la escalera central. Allí estaba él.

Julián.

Su presencia llenaba el aire como una tormenta. Vestía un traje negro impecable, la corbata perfectamente ajustada, y su mirada azul helada cortaba como cuchillas. Nada quedaba de aquel hombre cálido y bondadoso que Laura había conocido; frente a ella había un depredador, un estratega. Alzó una copa con lentitud, su voz resonando con un eco metálico:

—Bienvenidos al principio del fin.

Un murmullo inquieto recorrió a los invitados. Nadie entendía qué ocurría, pero todos sintieron el peligro. Laura contuvo el aliento. Su corazón gritaba su nombre, pero su cuerpo, sometido aún a la droga y al control férreo de Adrián, permanecía inmóvil.

El choque de miradas

Adrián endureció la expresión. El hombre que había intentado destruir, que había dado por muerto, estaba allí, frente a todos, más fuerte que nunca.

Apretó el brazo de Laura con fuerza, como si temiera que pudiera volar hacia Julián en ese mismo instante. Luego, en un acto de posesividad, la abrazó por la cintura y le estampó un beso en los labios, largo, ostentoso, frente a todos.

Laura sintió náuseas, lágrimas contenidas quemándole los ojos. Y cuando abrió los párpados, encontró la mirada de Julián fija en ella. No había ternura, no había consuelo. Solo frialdad, distancia. Pero bajo esa máscara de hielo, ella supo reconocerlo. Sus pupilas gritaban lo que su boca callaba:

Resiste, estoy aquí.

Elías tragó saliva, queriendo correr hacia él. Leo sujetó con fuerza la mano de su hermano menor. Elian, sin embargo, no apartaba los ojos de Julián: aquella mirada gélida lo taladraba, pero en el fondo le otorgaba un hilo de esperanza.

El discurso venenoso

Julián descendió los escalones con calma letal. Cada paso retumbaba como un presagio. Los invitados lo observaban en un silencio reverencial, como si supieran que lo que estaba a punto de ocurrir quedaría grabado en la historia de la aristocracia.

—Muchos de ustedes me dieron la espalda cuando más lo necesité —comenzó, con voz baja pero firme— Me enterraron, me borraron, me llamaron fantasma.

Hizo una pausa, bebiendo un sorbo de vino. Luego sonrió con frialdad.

—Pero los fantasmas siempre regresan. Y yo no he venido a buscar perdón. He venido a buscar justicia.

Los murmullos crecieron. Algunos invitados intentaron abandonar la sala, pero las puertas estaban cerradas. Un escalofrío recorrió a todos. Adrián fingió reír.

—Palabras vacías de un hombre resentido. Nadie cree en tus fantasías, Julián.

Pero Julián clavó sus ojos en él.

—No necesito que me crean. Solo necesito que recuerden que cada secreto tiene un precio. Y yo sé demasiado de todos ustedes.

La amenaza flotó en el aire como veneno.

Laura: la desesperación del silencio

Mientras tanto, Laura sentía que el mundo se desmoronaba. Tenía frente a sí al hombre que amaba, vivo, fuerte… y sin embargo, tan distante que su corazón se desgarraba.

Sus manos temblaban sobre la mesa. Miró de reojo a los trillizos. Elías lloraba en silencio, ocultando el rostro tras su copa. Leo, con los dientes apretados, parecía dispuesto a lanzarse sobre Adrián si se atrevía a lastimarlos. Elian, con el ceño fruncido, parecía maquinar algo, sus ojos brillando con un fuego nuevo.

Laura no podía hablar. Adrián la tenía demasiado vigilada. Pero había encontrado una oportunidad. Con disimulo, tomó una servilleta y, con un lápiz que guardaba escondido en su vestido, escribió una sola palabra: Ayúdanos.

Aprovechando un descuido, dejó caer la servilleta y con un gesto calculado logró introducirla en el bolsillo del saco de Julián cuando este pasó cerca de su mesa. Su corazón latía con tanta fuerza que creyó que todos podían oírlo.

Julián y la nota

La velada continuó entre tensión y falsas sonrisas. Adrián no soltaba a Laura ni un segundo. Los niños permanecían quietos, sus miradas fijas en Julián, implorando ayuda en silencio.

Julián se movía entre los invitados como un depredador, su sonrisa gélida provocando escalofríos. Pero en su interior ardía un fuego. Sabía que debía jugar con paciencia, que un movimiento en falso pondría en riesgo a Laura y a los niños. Fue entonces cuando lo sintió. La servilleta. Al meter la mano en el bolsillo de su saco, sus dedos rozaron el papel. Lo sacó con discreción y lo abrió. Allí estaba, en una caligrafía temblorosa pero clara:

Ayúdanos.

El mundo pareció detenerse. Julián apretó la servilleta entre los dedos, cerrando los ojos por un instante. Supo al segundo que era ella. Laura. Su Laura. Su frialdad se quebró apenas por un instante. El depredador dejó escapar al hombre que había amado con toda su alma.




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