Prisionera De Su Obsesión

El hilo que no se rompe

La mansión dormía con el aplomo de un barco anclado en bahía, pero el viento olía a temporal. Julián no conciliaba el sueño; había dejado la servilleta de Laura extendida sobre el escritorio como si fuera una brújula antigua. A su costado, la caja con el velo de novia el mismo que alguien dejó en la puerta descansaba abierta. No era un simple gesto de crueldad: era una pista. Lo sabía en la piel.

Cerró los ojos y escuchó la casa. El tic-tac leve del reloj del vestíbulo, un golpe de ramas en el vidrio, el rumor pequeño de la caldera. Y otro sonido, casi un susurro: pasos descalzos en el corredor.

—¿No duermes? —preguntó una voz mínima. Era Elías, con el cabello alborotado y un peluche abrazado al pecho.

—A veces la cabeza hace más ruido que la casa —respondió Julián, abriéndole los brazos.

Elías se acomodó en su regazo, con esa confianza que desarma al más curtido. A los segundos asomaron Leo y Elian. No trajeron excusas: traían decisión.

—No vamos a esperar a que él decida cuándo respiras —dijo Leo, directo— Mamá nos necesita.

Elian dejó sobre la mesa un cuaderno de tapas negras, el mismo donde dibujaba para no romperse.

—Estuve ordenando todo lo que recordamos desde que desaparecieron —explicó— Fechas, rutas, olores, palabras. Lo que parecía basura ahora hace sentido.

Julián los miró uno por uno. En esos niños había algo más que ternura: había criterio. Los tres eran una brújula de múltiples agujas señalando a una misma estrella.

—Entonces trabajaremos como un equipo —dijo— Esta vez no habrá improvisación.

El mapa que respira

El velo de Laura parecía normal a simple vista. Pero Elian pidió luz blanca y lo extendió sobre una cartulina oscura. Leo trajo una lupa, Elías sostuvo el borde con cuidado reverencial.

—Aquí —dijo Elian, señalando la bastilla— Hilo retejido. No es el original.

Julián acercó la lupa. Entre dos puntadas, un filamento transparente corría en diagonal.

—Polímero —murmuró— No es costura: es rastro.

Elías olfateó con inocencia seria.

—Huele como a… agua vieja y flores. No como las de aquí —frunció la nariz— Es otro perfume.

—Jacarandá no —corrigió Leo— Es gardenia… o eso que mamá usaba cuando tenía miedo. Se ponía un poquito en la muñeca porque decía que le daba calma.

Elian apuntó en su cuaderno: Gardenia + humedad. Después dibujó líneas.

—En la invitación de la otra noche, el papel tenía grano grueso. No era de imprenta de ciudad; es artesanal. Si unimos humedad + papel artesanal + gardenia, no es hotel de capital. Es casa vieja. Cerca de agua. Jardines.

—Y con acceso controlado —agregó Julián— Adrián no arriesgaría la exposición. Necesita algo fuera del radar, pero con proveedores discretos.

Leo chasqueó los dedos.

—La fundación Aguas Claras. La nombraron en la fiesta. Patrono: alguien anónimo. Dirección postal sin calle, solo camino y kilómetro. Suena a campo.

Elian pasó páginas.

—La tengo. Ruta vieja hacia el delta. Tres entradas, un portón grande con reja de hierro y caminitos de ladrillo. Si fuera él, escondería a mamá entre jardines: se escucha poco y se ve hermoso en fotos.

—Hermoso para la jaula —murmuró Julián, con un aguijón en la garganta.

Respiró hondo.

—Bien. Si el velo trae polímero, quien lo tocó dejó estática. No me volveré loco: buscaré lo obvio. El proveedor del velo.

Elías levantó la mano como en clase.

—¿Podemos llamar ahora?

—A esta hora no —sonrió Julián— Pero podemos sembrar.

Encendió su portátil, tecleó con precisión quirúrgica y dejó correr dos consultas que no dormían: remesas de encajes y restauraciones de trajes nupciales en un radio de cien kilómetros.

—Mientras el hilo pica, nosotros tejemos otro mapa — dijo, tocando el cuaderno de Elian.

Los tres asintieron como pequeños soldados, pero con la luz limpia de la infancia apuntando recto: a casa.

Domingo a la mesa

A la mañana siguiente, Julián decidió que la guerra también se libra con pan tibio y olor a café. Preparó tostadas francesas, miel, fruta. Elías probó primero, Leo pidió otra ración antes de terminar la suya, Elian miró en silencio el plato y luego, como quien firma un pacto, untó mermelada y sonrió sin que se le notara.

—Esto… parece domingo —dijo Elías.

—Y lo es —contestó Julián— El domingo no lo define el calendario, lo define la mesa.

Comieron. Hablaron de nada y de todo. En el fondo, el mismo juramento latía debajo de los manteles: volverla a sentar con ellos.

El teléfono vibró. Un correo, sin remitente obvio: “Consulta de encaje: confirmada.” Un adjunto: factura de reparación del velo de “L. M.” entregado en Taller de Telas Antiguas Santa Aurelia. Dirección: Camino al Puente Viejo, km 7.

Leo golpeó la mesa con la punta de los dedos.

—El puente. Puente. Como en la biblioteca.

—Coincidencia deliberada —dijo Julián— O se repiten porque creen que nadie lo verá. Error.

Elian ya estaba de pie.

—Vamos.

Julián les acarició el cabello, uno a uno.

—Vamos.

Santa Aurelia

El taller olía a almidón, cera y lluvia. Una mujer de manos finas y anteojos colgando de una cadena los recibió con cortesía antigua.

—¿En qué puedo ayudarlos?

Julián no dio vueltas.

—Este velo pasó por aquí —dejó sobre el mostrador una fotografía del encaje, con las puntadas distintas remarcadas.

La mujer no se sorprendió. Lo miró a los ojos; allí no había soberbia, sino pena.

—Pasó. Se lo envió una casa de campo. Lo quería impecable. Paguaron en efectivo. Trajo el paquete un hombre con voz educada y ojos fríos.

—¿Dónde lo entregó?

—No recibimos clientes en la casa. Lo recogí yo en la reja del puente. Y se lo devolví en el mismo lugar.

—¿Recuerda algo más?

Ella dudó, luego buscó en el cajón y dejó una espina de jardín sobre la mesa.




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