Prisionera De Su Obsesión

Las Puertas Gemelas

Los jardines ardían atrás; delante, el tablero al fin mostraba sus bisagras.

Los trillizos dormían en la mansión de Julián, seguros bajo su tutela legal, mientras la ciudad aún olía a humo por el incendio en Aguas Claras. El auditor seguía levantando actas, las cámaras devoraban titulares, y los abogados de Julián blindaban cada resquicio que pudiera tentar a Adrián a reclamar lo que ya había perdido: a los niños. Solo faltaba Laura. Y ese “solo” era, para Julián, todo el universo.

En el despacho, extendió sobre la mesa el mapa de la fundación, la foto del pez de piedra sin ojo que había visto en el estanque, y la servilleta donde Laura escribió Ayúdanos. Dejó a un lado el teléfono con la llamada que le roía la paciencia: la voz que no era de Laura y, aun así, hablaba como si llevara sus recuerdos cosidos a la lengua.

Estoy detrás de Adrián… si me sacas primero a mí, te doy a Laura.

No era un chantaje cualquiera. Era geometría: detrás no como preposición sentimental sino como dirección física. Detrás del monstruo, detrás del marco, detrás del espejo. Julián había aprendido a leer esa gramática.

A las ocho, entraron en fila india Elian, Leo y Elías. El mayor traía su cuaderno negro, el segundo una caja con herramientas, y el pequeño el frasco con la espina de gardenia que habían recuperado en el taller de telas. No preguntaron si podían pasar; era su casa y era su guerra.

—Tenemos algo —anunció Elian, sin preámbulos—. Aguas Claras no es una sola casa: es una red. “Puertas Gemelas”. Dos entradas siempre, dos salidas siempre, dos rostros de cada cosa. El pez sin ojo lo confirma: un ojo mira la realidad, el otro el desvío.

—¿Fuentes? —pidió Julián.

—La señora Marta —intervino Leo—. Nos escribió. Ayer la vimos en el invernadero; hoy nos mandó coordenadas y una palabra clave: ermita.

Elías puso el frasco de espina junto al mapa, con solemnidad.

—Dijo que mamá huele a gardenia cuando tiene miedo. Y que la ermita huele a mar, pero no está en el mar.

Julián abrió una vista satelital: delta, canales, isla artificial con un rectángulo pálido que no figuraba en catastros abiertos. Ermita Santa Aurelia. Sin culto registrado. Sin visitas. Acceso por servidumbre de paso privada para mantenimiento.

—Puertas Gemelas —repitió—. Una visible: la casa de piedra. Otra detrás: la ermita. Y detrás de Adrián, una sombra. La persona de la llamada.

Se hizo un silencio que olía a resolución.

—Los saco de la ecuación del frente —dijo Julián, mirando a sus hijos—. Necesito que sean mis ojos desde aquí. No por miedo: por estrategia. Este tablero acaba con precisión.

Elian asintió sin sentirse relegado; comprendía las reglas. Leo llevó la mano al hombro de su hermano menor.

—Cuidaremos de la casa y del mapa —dijo—. Y si no vuelves a la hora convenida, activamos Plan Jacarandá.

Julián arqueó una ceja.

—¿Plan Jacarandá?

Elías sonrió chiquito.

—El que te obliga a volver, porque si no volvés nosotros hacemos ruido… mucho ruido.

Julián soltó el aire con una risa breve: ya eran Montalvo, con todo lo que implica.

La sombra que pide nacer

La hora acordada con el número desconocido fue la medianoche. Punto de encuentro: sifón de drenaje bajo el viejo puente del canal, donde el basalto sudaba a sal y óxido. Julián llegó solo, con ropa de trabajo y linterna en frío, sin hombres de traje ni escoltas ruidosos. En la boca del túnel, un parpadeo de cigarrillo se apagó al verlo llegar.

—No te acerques más —dijo la voz de mujer, desde la penumbra—. No porque te tema: porque él escucha la respiración.

—No vine a hacer sonar cadenas —dijo Julián—. Vine a cortar bisagras.

Una risa pequeña, cansada.

—Hablás como alguien que salió caminando de su tumba. Me sirve.

Del sifón emergió una mujer con un impermeable oscuro y gorra sin logo. Ojos de agua vieja: habían visto demasiado. La linterna reveló un rostro sin artificios, apenas marcado por una cicatriz vertical junto a la oreja izquierda. Sostenía un sobre envuelto en plástico.

—Me llamo Rhea —dijo, como si el nombre no fuera su verdadero nombre—. Archivista de Media Luna… cuando Media Luna aún fingía ser club de lectura y no jauría.

—¿Rhea? —Julián buscó en sus memorias—. El archivo vivo. La que guardaba llaves y finales alternativos.

—Fui. Hasta que aplaudí en el momento equivocado.

Le tendió el sobre.

—Esquema de Puertas Gemelas. Lugares marcados con asimetrías: peces sin ojo, santos con mano rota, vitrales con una pieza virada. Detrás de cada marca, un túnel. En Santa Aurelia hay dos. Uno conduce al oratorio falso. Otro al sótano donde duermen a Laura para volver a escribirla.

La palabra se le quebró en la boca. Rhea tragó.

—No soy heroína —dijo—. No hago esto por moral: me quiero ir viva. Y quiero que él caiga. Lo merecemos todos. Los que murieron… y los que seguimos siendo fósiles que respiran.

—¿Qué querés a cambio?

—Una salida limpia y un nombre nuevo. Y que no me mires más como si buscara un padre —soltó, áspera—. Nos parecemos, pero no me adoptes. Yo sé cuidarme.

—Hecho —cerró Julián—. Si tu mapa canta verdad, salís de acá con vida y con norte. Si canta mentira…

—No me verás más —terminó ella—. A mí me gusta apostar con fichas honestas: no tengo segundas vidas.

Se apartó del arco y señaló la negrura del canal.

—La ermita no está iluminada por fuera. La luz se enciende desde dentro, como si tuviera corazón. Eso confunde las cámaras térmicas. La marca es un pez en la fuente lateral, con un ojo pulido y otro liso. Tocás el ojo liso, baja una plancha de hierro y te abre el vientre de la isla. Dos minutos de escalera. Luego el pasillo con espejos.

—¿Espejos?

—Sí. Lo inventó Cárdenas para su psiquiátrico y Adrián lo compró: pasillos con espejos inclinados para que te veas deforme, muy alto, muy bajo, muy gordo, muy niño… Te miden la culpa con arquitectura. No te detengas.




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