La fiesta en la que Julián reapareció había sido solo el prólogo de una guerra silenciosa. Desde entonces, la tensión se había enraizado en cada rincón de la vida de Laura y los trillizos. A simple vista, el mundo aristocrático celebraba otra velada de lujo y cristal; pero detrás de cada sonrisa y copa de champán, los hilos de la intriga se apretaban como un nudo invisible.
Laura no podía dormir. La imagen de Julián tan distinto, tan frío, tan impenetrable la perseguía en cada sombra de la mansión donde Adrián la mantenía encerrada. Su mente era una prisión más cruel que las paredes: el recuerdo de aquel Ayúdanos que ella había logrado deslizarle se mezclaba con la incertidumbre de si él había entendido… o si su corazón había cambiado para siempre. Los trillizos, por su parte, se hundían en un torbellino de emociones.
Elías, el dulce, seguía siendo el reflejo de la inocencia, tratando de proteger a su madre con pequeñas muestras de ternura, aunque su fragilidad lo hacía presa fácil del miedo.
Leo, firme y decidido, se convertía en un escudo; su rebeldía era la llama que mantenía viva la resistencia en la casa.
Elian, en cambio, era un campo de batalla en sí mismo: su mente oscilaba entre la lealtad a su madre y la fascinación oscura hacia el poder de su padre.
Adrián lo sabía. Y esa grieta era su arma más peligrosa.
Intriga en las sombras
Una noche, Laura despertó con el sonido del reloj marcando las tres. Los pasillos estaban en silencio, pero había un murmullo que parecía venir de la biblioteca. Con el corazón latiendo fuerte, caminó descalza y apoyó el oído en la puerta.
—No olvides quién eres, Elian —decía la voz grave de Adrián—. No eres como tus hermanos. Ellos son débiles, se esconden detrás de su madre y de ese impostor que se hace llamar Julián. Tú y yo somos diferentes.
—¿Y si mamá no lo cree? —respondió el niño, con un hilo de voz quebrado.
—Entonces deberás elegir, hijo mío. Porque el mundo pertenece a los que se atreven a poseerlo, no a los que esperan que alguien los salve.
Laura apretó los puños hasta hacerse daño. Su instinto de madre quería irrumpir en la sala, abrazar a su hijo y arrancarlo de aquellas palabras envenenadas. Pero el miedo y la impotencia la clavaron al suelo. Supo, con un escalofrío, que Adrián no solo buscaba destruir a Julián… sino arrancarles a ella y a los niños la única fuerza que aún los mantenía unidos: la confianza mutua.
La estrategia de Julián
Mientras tanto, lejos de allí, Julián urdía su propia red. Ya no era el hombre que había sufrido en silencio en una celda. Ahora era un estratega, un depredador paciente. Su venganza no se construía con gritos ni con armas, sino con la caída silenciosa de cada aliado de Adrián.
Uno a uno, los magnates que financiaban sus negocios se encontraban con auditorías, embargos o contratos anulados. Nadie sabía cómo, pero siempre había un documento, una prueba o un testigo que salía a la luz en el momento justo.
—El monstruo está acorralado —susurró Julián a sus abogados—. Y cuando pierda poder, no podrá esconderse detrás de su dinero. Quedará expuesto.
Pero lo que más lo mantenía en vela no eran las victorias financieras, sino el recuerdo de la servilleta en la que Laura había escrito Ayúdanos. Aquella palabra era su faro, y cada golpe que daba a Adrián era un paso hacia ella.
Angustia y posesividad
Adrián, en cambio, se hundía en la paranoia. Su obsesión con Laura crecía de manera enfermiza. La exhibía en fiestas privadas, siempre tomada de su brazo, siempre con sonrisas forzadas y la mirada perdida. La besaba frente a todos como si quisiera marcarla con fuego, demostrar que era suya, aunque sus ojos gritaban lo contrario.
Los trillizos sufrían en silencio. Elías lloraba por las noches; Leo planeaba formas imposibles de escapar; y Elian guardaba un silencio cada vez más inquietante.
En una de esas veladas, mientras la música envolvía el salón, Adrián se inclinó sobre Laura y le susurró al oído:
—Míralo, está aquí otra vez. Tu Julián. Pero observa bien… ¿acaso te mira como antes? No, Laura. Él cambió. Ya no es tu salvador. Soy yo quien te posee.
Laura, con el alma desgarrada, desvió la mirada. Y fue en ese instante que, entre copas y murmullos, logró deslizar otra nota. Esta vez, más pequeña, escondida en el bolsillo interior de Julián:
Te esperaré aunque mis cadenas sean invisibles.
Esa misma noche, cuando Julián volvió a la soledad de su despacho, encontró ambas notas sobre la mesa: la primera, con el ruego de Ayúdanos, y la segunda, con la promesa desesperada de amor.
Pero no estaba solo. Una sombra se adelantó desde el ventanal: Elian.
—Si quieres salvarlos… tendrás que salvarme a mí primero —dijo el niño, con lágrimas que no ocultaban su odio.
Antes de que Julián pudiera responder, Elian dejó caer una carpeta sobre el escritorio. En ella, planos de la mansión donde Adrián ocultaba a Laura, horarios, códigos de seguridad… todo lo que un traidor podría entregar.
—Pero no lo hago por ti —susurró el niño, con la voz quebrada— Lo hago porque ya no soporto ser su hijo.
La tensión llenó la habitación como un filo. Julián lo miró sin saber si acababa de recibir la llave de la libertad… o el comienzo de la traición más peligrosa de todas. Y entonces sonó el teléfono, con la voz de Adrián al otro lado:
—Espero que estés listo, Julián. Porque esta vez… la cacería es doble.