La noche era tan densa que el aire pesaba.
Un viento frío soplaba entre los árboles desnudos, y el eco del pasado parecía susurrar entre las hojas secas. Laura temblaba, no por el frío, sino por el miedo. Su vestido, sucio y rasgado, se movía con la brisa, y en sus ojos se mezclaban la desesperación, la culpa y el amor.
Y allí, frente a ella, de pie entre las sombras que se abrían paso como si temieran su presencia… estaba Julián.
El hombre que todos creyeron perdido.
El hombre que había regresado del infierno.
—¿Eres tú…? —susurró Laura, sin atreverse a dar un paso, temiendo que, al hacerlo, él desapareciera como un sueño.
Julián no respondió. Solo la miró. Sus ojos, antes llenos de bondad, ahora reflejaban una profundidad indescifrable. Había en ellos una calma peligrosa, una serenidad nacida del dolor.
Pero bastó una lágrima cayendo por la mejilla de Laura para que todo en él se quebrara. En un segundo, la distancia desapareció. Julián la tomó entre sus brazos, apretándola contra su pecho como si temiera que el viento se la llevara.
—Nunca más, Laura… —murmuró contra su cabello, con una voz quebrada y profunda—. Nunca más dejaré que nadie te toque, ni te hiera.
Ella lo abrazó con desesperación. Ese abrazo fue el estallido de todo lo que habían contenido durante meses: la ausencia, el miedo, la incertidumbre, el amor reprimido. Él la alzó apenas, con una mezcla de ternura y rabia contenida. Sus labios se buscaron y se encontraron con la urgencia de quien lucha por respirar.
Pero la felicidad no tardó en teñirse de oscuridad. El ruido de un motor distante, los destellos de luces entre los árboles, rompieron la magia del momento. Julián apartó apenas su rostro del de ella, sus manos aún aferradas a sus mejillas.
—Nos encontraron. —Su voz se volvió baja, tensa, peligrosa—. Él no se detendrá hasta recuperarte.
—Adrián… —susurró Laura con horror, mientras las lágrimas volvieron a brotar.
—Sí —afirmó Julián—. Pero esta vez no tiene el poder. Esta vez, yo no soy el mismo hombre que encerró en esa celda.
La miró con determinación. Y ella vio que decía la verdad. El Julián que tenía delante ya no era el joven que temía perderlo todo; era un hombre que había atravesado la oscuridad, que había visto el infierno y había regresado dispuesto a quemarlo. De repente, el silencio del bosque se rompió con un crujido.
—Los niños… —jadeó Laura, girando hacia la dirección donde los había dejado escondidos.
Julián tomó su mano.
—Vamos. —La urgencia en su voz no admitía réplica.
Corrieron juntos, guiados por la luna y la esperanza. Cada paso era una batalla contra la desesperación. El corazón de Laura golpeaba en su pecho con fuerza, pero el calor de la mano de Julián era suficiente para mantenerla firme.
Cuando llegaron al claro donde estaban los trillizos, el alma de Laura se detuvo. Elías y Leo los miraban aterrados, intentando protegerse. Pero Elian… Elian estaba de pie frente a ellos, con los ojos vacíos, sujetando algo que brillaba bajo la tenue luz lunar: un collar dorado con el emblema de su padre, Adrián.
—No… —susurró Laura, helada—. Elian…
El niño levantó la mirada, y por un instante, en sus ojos, no había maldad… solo confusión y dolor.
—Mamá… —balbuceó—. Yo no quería… pero él dijo que si no lo hacía, te perdería para siempre.
Julián dio un paso adelante. Su voz sonó grave, protectora.
—No es tu culpa, Elian. Nada de esto lo es.
Pero el niño retrocedió, atormentado. El collar comenzó a emitir una tenue luz rojiza. Julián comprendió enseguida: era un sello de control, una de las últimas armas de Adrián. Elian gritó, llevándose las manos a la cabeza. Laura corrió hacia él, pero Julián la detuvo.
—¡No! Si lo tocas, el sello se activará.
Elian cayó de rodillas. Elías y Leo corrieron a abrazarlo, tratando de protegerlo mientras lágrimas caían de sus ojos.
—¡Hermano! ¡Resiste! —gritó Leo con desesperación.
—¡Por favor, no nos dejes otra vez! —suplicó Elías.
Julián se arrodilló en el suelo, cerrando los ojos. Sabía que no podía perder tiempo. Recordó las palabras de su abuela, años atrás: El alma de un niño es más pura que cualquier maldición. Si logras tocar su verdad, la oscuridad no podrá sostenerse.
—Elian —dijo con calma, mientras un destello azul envolvía sus manos—.Recuerda quién eres. No lo que él te dijo. Recuerda a tu madre… a tus hermanos…
Las luces rojas del collar comenzaron a parpadear. Elian tembló, y su voz temerosa se quebró.
—Yo… solo quería que me amaran…
Laura no soportó más. Ignorando la advertencia, corrió hacia su hijo y lo abrazó con todas sus fuerzas. El sello estalló en una ráfaga de luz. El aire vibró. El suelo tembló. Y entonces… silencio.
Elian se desplomó, inconsciente, pero libre.
Laura cayó sobre él llorando. Elías y Leo los rodearon, abrazando a su madre con desesperación. Julián los observó, de pie, con la respiración agitada. Su pecho ardía, no solo por el esfuerzo… sino por la ira contenida. Adrián había cruzado todos los límites. Y esta vez, no habría redención posible. El viento cambió de dirección. De entre las sombras del bosque, una figura apareció. Adrián, vestido con un traje negro, los observaba con una sonrisa venenosa.
—Qué conmovedora escena… —dijo con voz helada—. Aunque algo inoportuna, ¿no crees, Julián?
Julián dio un paso adelante. Su mirada ya no era la del hombre bondadoso de antaño. Era la de alguien que había dejado de temer.
—No hay infierno lo bastante profundo para esconderte de mí —dijo Julián, cada palabra cargada de una promesa.
Adrián soltó una carcajada baja y peligrosa.
—Eso lo veremos…
El sonido de disparos resonó. Julián se abalanzó sobre Laura y los niños, cubriéndolos con su cuerpo. El aire se llenó de humo, de miedo, de ira. Y en medio del caos, Laura sintió cómo algo cálido caía sobre su rostro. Abrió los ojos lentamente… y vio sangre.