El tiempo pareció detenerse. El cuerpo de Julián yacía en el suelo, mientras el silencio se expandía como una herida abierta. Laura lo sostenía entre sus brazos, incapaz de aceptar lo que veía. La sangre manchaba su vestido blanco, y los sollozos de sus hijos rompían el aire.
—¡Julián, no! —gritó Laura, su voz rasgada—. ¡No te atrevas a dejarme!
Elian, de pie, temblaba. Las lágrimas surcaban su rostro, pero sus ojos... sus ojos ya no eran los de un niño. Brillaban en un dorado intenso, una luz antigua, una furia contenida durante generaciones. El cielo se oscureció. Las nubes giraban como si respondieran a su ira. Y el viento se alzó, hiriendo la tierra, haciendo caer hojas y ramas a su alrededor.
Adrián retrocedió instintivamente. Por primera vez, vio algo que lo hizo dudar. Ese niño… su hijo… ya no era una víctima. Era algo que él mismo había creado sin comprenderlo.
—Elian… —murmuró Adrián con voz vacilante—. Baja la mirada. Soy tu padre.
Elian levantó la cabeza. En su expresión no había amor. Solo una calma espantosa.
—No eres mi padre —dijo despacio, cada palabra cargada de veneno—. Eres el hombre que destruyó a mi familia.
El suelo bajo ellos se estremeció. Una corriente de luz dorada y negra emergió alrededor del niño, elevándolo en el aire. Elías y Leo lo observaban con mezcla de asombro y temor.
Laura no podía moverse. Solo abrazaba el cuerpo de Julián, deseando que abriera los ojos.
Elian extendió su mano. La misma fuerza invisible que lo rodeaba se dirigió hacia Adrián, empujándolo con brutalidad contra los árboles.
El impacto fue tan fuerte que el aire se llenó de polvo y fragmentos de corteza.
—¡Basta, Elian! —gritó Laura, su voz desgarrada—. ¡No te conviertas en él!
El niño giró hacia ella. Durante un segundo, su luz titiló. Y fue entonces cuando vio lo que más temía: el rostro de su madre… lleno de miedo. Esa mirada lo quebró. La energía a su alrededor se desvaneció. Elian cayó de rodillas, llorando.
—Yo… solo quería que estuviéramos juntos… —susurró entre sollozos—. Quería que él nos dejara en paz…
Laura corrió hacia él y lo abrazó con fuerza.
Elías y Leo se unieron, rodeando a su madre y a su hermano. El amor, el miedo, la desesperación… todo se mezcló en un solo momento. Pero el silencio no duró. Desde el suelo, una risa baja y cruel rompió la calma. Adrián se incorporó lentamente, con sangre en el rostro y una mirada de locura.
—¿Eso es todo lo que tienes, hijo mío? —dijo con sarcasmo, escupiendo sangre—. Te pareces tanto a tu madre… siempre débil.
Laura lo enfrentó con el rostro cubierto de lágrimas, pero sin apartarse.
—No me provoques más, Adrián. Ya lo perdiste todo.
Él sonrió con frialdad.
—¿Todo? Aún tengo lo que más te duele. —Levantó su mano, y del interior de su chaqueta sacó un pequeño frasco de cristal.
Dentro, brillaba un líquido rojizo, espeso y vibrante.
Laura lo reconoció al instante.
—Eso… no puede ser…
—Oh, sí —dijo Adrián con una sonrisa desquiciada—. Esto es lo que queda del corazón de Julián. Lo extrajeron cuando lo encerraron en el psiquiátrico. Su cuerpo… —miró el suelo— …era solo un recipiente.
Los trillizos lo miraron horrorizados. Laura sintió que su respiración se detenía.
—Mientes… —murmuró, retrocediendo—. Él está vivo…
Adrián rió.
—Está vivo, pero incompleto. Y pronto lo perderás para siempre.
Laura sintió un fuego recorrer su cuerpo. Toda la fragilidad, el miedo y la sumisión se disolvieron en un instante. Sus ojos se encendieron con un brillo sobrenatural, mezcla de ira y amor.
—No me lo vas a quitar otra vez… —dijo con voz temblorosa.
—¿Y qué harás, Laura? —se burló Adrián—. ¿Matarme?
Ella no respondió. Solo extendió su mano.
El aire cambió, se volvió denso, vibrante. Y, por primera vez, Adrián comprendió que ella… no era la misma mujer que había dominado. Una fuerza invisible lo empujó hacia atrás. La tierra tembló, el cielo rugió. El frasco cayó de sus manos, rodando hasta los pies de Laura. Ella lo tomó con cuidado, mirándolo con lágrimas de furia.
—Ya no te temo —susurró.
Pero antes de que pudiera hacer algo más, Adrián sacó un arma y disparó. El sonido resonó como un trueno. Laura cayó al suelo, el frasco aún en sus manos.
—¡MAMÁ! —gritaron los trillizos al unísono.
Adrián se tambaleó, jadeando. Sabía que no había ido tan lejos para perder ahora. Pero no había contado con una cosa. El corazón de Julián… comenzó a brillar. El frasco se quebró en las manos de Laura, derramando su contenido. La luz roja se mezcló con la sangre del suelo, formando un símbolo que nadie comprendía. Y entonces, el cuerpo de Julián, inmóvil a pocos metros de ellos… se estremeció. Laura, con la vista nublada, alcanzó a ver cómo una energía dorada lo envolvía.
—Julián… —susurró, antes de perder el conocimiento.
Los trillizos corrieron hacia ella, desesperados.
Elian la tomó del rostro, llorando.
—¡Mamá, despierta, por favor!
Pero en ese mismo instante, una voz resonó detrás de ellos, profunda, grave, casi divina:
—No llores, Elian… estoy aquí.
Los tres giraron al mismo tiempo.
Y lo vieron. Julián, de pie, rodeado de una luz que parecía venir de otro mundo. Sus heridas desaparecidas. Sus ojos, antes azules, ahora brillaban con una intensidad dorada, la misma que Elian había mostrado. Adrián dio un paso atrás, incrédulo.
—No… eso es imposible…
Julián sonrió con serenidad, una calma que helaba el alma.
—No para alguien que ya conoció el infierno y regresó de él.
Elian, Elías y Leo corrieron hacia él. Julián los abrazó con fuerza, con lágrimas de alivio. Pero sus ojos se posaron en Laura, tendida en el suelo.
—Ahora… —susurró— …llegó mi turno de protegerlos.
Laura yacía inconsciente, entre la vida y la muerte. El cielo se abrió en una tormenta de fuego y luz. Adrián retrocedía, pero sabía que ya no podía escapar. Julián avanzó con una calma aterradora, los ojos dorados ardiendo como soles. Y dijo, con una voz que no parecía humana: