El viento rugía con una fuerza casi sobrenatural. El cielo, ennegrecido, parecía temblar ante la presencia de algo más grande que la vida misma. La tierra se agrietaba bajo los pies de Julián, cuyos ojos dorados brillaban como soles entre la penumbra.
Frente a él, Adrián retrocedía, con el rostro bañado en sudor y la respiración entrecortada. Por primera vez, el hombre que había controlado a todos a su alrededor sentía lo que era el miedo.
—¿Qué eres? —murmuró, con la voz quebrada.
Julián avanzó lentamente. El aire a su alrededor vibraba, deformando la realidad misma. Su presencia irradiaba un poder imposible de definir. No era humano, pero tampoco un demonio. Era la suma del dolor, la justicia y el amor herido.
—Soy lo que tú creaste —respondió con calma helada—. Soy el eco de todo lo que destruiste.
Los trillizos observaban la escena abrazados, con el corazón latiendo con fuerza. Elian sentía que algo familiar emanaba de Julián, como si aquella luz que lo rodeaba lo conectara con su propia alma. Laura seguía inconsciente en el suelo, su cuerpo inmóvil, su rostro pálido. Pero en lo profundo de su ser, su espíritu luchaba por regresar.
En otro plano
Laura abrió los ojos. El aire era espeso, dorado y frío. Estaba en medio de un campo sin fin, envuelta por un silencio inquietante. Su vestido blanco flotaba como una nube. No había dolor. Solo una calma que la asustaba.
—¿Dónde estoy…? —susurró.
Una voz respondió detrás de ella, suave, cálida, inconfundible.
—Entre la vida y la muerte.
Laura se giró. Allí estaba él. Julián. Pero no era el hombre ensangrentado del suelo ni el guerrero de ojos dorados. Era el Julián de antes, con su sonrisa dulce, su mirada tranquila, su humanidad intacta.
—¿Eres real? —preguntó ella, temblando.
—Soy lo que tu alma recuerda —respondió él, acercándose lentamente— Pero debo volver. Ellos me necesitan… tú me necesitas.
Laura lo miró con lágrimas en los ojos.
—¿Y si no despierto? ¿Si me quedo aquí contigo?
Julián tomó su rostro con ambas manos.
—Entonces el mundo se perderá contigo. Y no puedo permitirlo.
Las palabras de él la atravesaron.
—Julián, tengo miedo…
—Lo sé —susurró—. Pero el miedo no te define. Tú eres luz, Laura. Fuiste la única que me mantuvo cuerdo cuando el infierno me llamaba por mi nombre. Ahora debo pagar esa deuda.
La besó en la frente, y una ráfaga de viento dorado la envolvió.
—Despierta. No me busques… aún no.
El regreso a la realidad
Un relámpago iluminó el cielo. El cuerpo de Laura se estremeció. Los trillizos corrieron hacia ella, llorando, llamándola una y otra vez.
—¡Mamá, por favor, despierta! —gritó Elías.
Leo le tomó la mano.
—No te vayas, mamá, por favor…
Elian, de pie, miró a Julián.
—Haz algo. ¡Haz algo, por favor!
Julián levantó la mirada. Sus ojos brillaron con intensidad.
—Ella ya está luchando —respondió—. Pero solo ella puede decidir volver.
El aire se llenó de energía. Adrián, herido, se arrastró por el suelo. Su risa temblorosa rompió el silencio.
—¿De verdad crees que puedes ganarme? —jadeó—. Ella… ya es mía.
Julián se volvió hacia él. Sus pasos eran lentos, precisos, como los de un depredador.
—Ella nunca te perteneció —dijo con voz profunda—. Ni ella, ni sus hijos, ni su amor. Todo lo que tocaste lo convertiste en ruinas.
—¿Y qué crees que harás ahora? ¿Matarme? —Adrián sonrió, sangrando—. Si me matas, te convertirás en mí.
Julián se detuvo. Durante un segundo, el silencio se hizo eterno. Luego sonrió con tristeza.
—No, Adrián. No necesito matarte para destruirte.
Abrió su mano, y una luz dorada surgió de su palma.bEra cálida, pero a la vez terrible.
El poder no venía del odio, sino del amor mismo. Elian comprendió.
—Va a purificarlo… —susurró.
La luz se expandió como una ola, envolviendo a Adrián. El hombre gritó, tratando de escapar, pero no había lugar adonde huir. Todo su mal, sus mentiras, su egoísmo… comenzaron a disolverse, uno por uno. Sus recuerdos, su alma, se veían reflejados como fragmentos de vidrio cayendo al vacío.
Y entonces, el silencio. Solo quedaron cenizas. Julián cayó de rodillas, exhausto. Elian corrió hacia él, lo sostuvo con fuerza, mientras Leo y Elías abrazaban a su madre, que comenzaba a abrir los ojos.
El despertar
Laura sintió un calor suave sobre su pecho.
Abrió los ojos, y lo primero que vio fue el cielo despejado. El amanecer teñía el horizonte de tonos rosados. A su lado, Julián la observaba, arrodillado, con lágrimas de alivio.
—Pensé que no volvería a verte —susurró ella, apenas con voz.
Él sonrió, acariciando su mejilla.
—No hay infierno ni cielo que pueda mantenerme lejos de ti.
Los trillizos se abrazaron todos juntos. El aire se llenó de risas, lágrimas y promesas. Pero Julián sabía que aquello no era el final. Adrián había dejado demasiadas sombras, demasiados secretos. En la distancia, una figura los observaba entre los árboles. Un hombre de traje blanco, con guantes y una sonrisa discreta. En su mano sostenía un reloj antiguo.
—Interesante… —murmuró—. Así que el experimento sobrevivió.
Sus ojos, grises como el acero, brillaron con malicia.
—Será hora de reclamar lo que es mío.
Cerró el reloj con un chasquido. Y desapareció entre las sombras del amanecer. Mientras Laura descansaba entre los brazos de Julián, creyendo que la paz había llegado al fin, una carta sellada con cera negra fue depositada en la puerta de su casa. En ella, una sola frase escrita con tinta plateada:
El infierno no se apaga… solo cambia de rostro.
Julián la leyó en silencio, su mirada endureciéndose. Sabía que lo que venía… sería mucho más oscuro.