El amanecer siguiente fue engañosamente tranquilo. Una paz frágil flotaba en el aire como el eco de una tormenta que no se ha ido del todo. Julián dormía profundamente en la cama, su respiración acompasada, el rostro sereno. Laura lo observaba desde la ventana, sin poder apartar la vista de él. Afuera, los árboles se mecían bajo un viento frío que parecía murmurar secretos que solo el alma podía oír.
Había pasado una semana desde aquel estallido de luz, desde que Julián había vuelto a ella. Pero el silencio que siguió no era alivio… era una espera. Una calma que dolía. Laura lo sabía. Sabía que las sombras nunca se marchaban del todo.
La inquietud
Leo y Elías jugaban en el jardín. Sus risas volvían a llenar la casa de música y esperanza. Pero Elian….Elian no jugaba. Estaba sentado junto al ventanal, observando cómo las nubes se arrastraban por el cielo gris. Tenía las manos entrelazadas sobre las rodillas, los ojos perdidos en un punto lejano. Laura se acercó con una sonrisa suave.
—Cariño, ¿por qué no sales con tus hermanos? Hace días que no te veo reír.
Elian levantó la vista. Su voz fue un susurro apenas audible.
—Porque hay algo que no está bien, mamá.
Laura se arrodilló frente a él.
—¿Qué sientes?
—No lo sé —respondió, frunciendo el ceño—. Pero lo oigo.
Laura lo miró, confundida.
—¿Qué oyes?
—El silencio —dijo Elian—. Y el silencio grita.
Sus palabras la helaron. Ese niño, con apenas diez años, hablaba como un adulto que ha visto demasiado. Laura sintió una punzada en el pecho. Abrazó a su hijo con fuerza, intentando calmar el temblor que le recorrió el cuerpo.
—No pienses en eso, mi amor. Ya todo está bien.
Elian cerró los ojos contra el hombro de su madre. Pero su mente no estaba tranquila.
Porque lo sentía. Algo dentro de la casa estaba cambiando.
La marca en el espejo
Esa noche, mientras Laura preparaba la cena, Leo fue al baño. Encendió la luz y se detuvo frente al espejo. Había notado algo raro en su cuello desde hacía unos días. Una pequeña línea plateada, delgada como un hilo, que parecía brillar solo cuando la luz la tocaba. La observó con curiosidad, inclinándose hacia adelante.
—Qué raro…
Levantó la mano para tocarla. Apenas lo hizo, un escalofrío recorrió su columna. La imagen en el espejo parpadeó, y por un instante, su reflejo no lo imitó. En lugar de eso, el reflejo sonrió. Leo retrocedió con un grito ahogado. La bombilla del techo titiló violentamente.
—¡Mamá! —gritó—. ¡Mamá!
Laura corrió, el corazón a punto de salírsele del pecho. Cuando abrió la puerta, lo encontró pálido, temblando.
—¿Qué pasa, Leo?
El niño señaló el espejo. Pero el reflejo ya era normal. Solo un niño asustado mirándose a sí mismo.
—Era yo, pero no era yo —dijo entre sollozos— Me miraba distinto.
Laura lo abrazó, sintiendo que el frío del baño se colaba en su piel. Por un instante, juró haber visto un destello plateado cruzar el cristal.
Ecos del pasado
Esa noche, cuando los niños dormían, Julián se sentó al borde de la cama, con la mirada fija en el suelo. Laura, preocupada, se sentó junto a él.
—No has dormido bien desde que despertaste —dijo ella con suavidad—. ¿Qué te preocupa?
Julián entrelazó los dedos.
—Hay algo que no te dije…
Laura se tensó.
—¿Qué cosa?
—Antes de destruir el vínculo con Asterion… vi algo.
—¿Qué viste, Julián? —preguntó con un nudo en la garganta.
Él levantó la mirada, los ojos sombríos.
—Vi a los niños. Pero no como los ves tú.
Vi… un hilo. Plateado. Que los une. A los tres. Y ese hilo terminaba… en mí.
Laura palideció.
—¿Qué estás diciendo?
—No lo sé. Pero creo que Asterion no se fue del todo. Creo que dejó algo… dentro de ellos.
El despertar
Esa misma madrugada, Elías despertó sobresaltado. Había tenido un sueño extraño: una sala blanca, luces que lo cegaban, y una voz que repetía su nombre una y otra vez.
Elías… Elías… Elías…
Se levantó, caminó descalzo por el pasillo y se detuvo frente a la habitación de sus hermanos. La puerta estaba entreabierta. Entró. Leo dormía, aunque su respiración era irregular. Elian estaba despierto, mirándolo. Su voz fue baja, temblorosa.
—Él también lo siente, ¿verdad?
Elías asintió.
—Sí. Algo dentro nos llama.
Elian se incorporó, los ojos brillando en la penumbra.
—No debemos escuchar esa voz. Es Asterion.
Si lo hacemos, volverá.
—¿Y si ya volvió? —preguntó Elías, con miedo.
Elian lo miró. No respondió.
Laura y el espejo
En la cocina, Laura no podía dormir. Caminaba de un lado a otro, con la taza de té entre las manos. El silencio era espeso, incómodo. Cada tanto miraba hacia el pasillo, esperando ver a Julián aparecer.
Pero fue el sonido del reloj el que la hizo volverse hacia el espejo del comedor. Por un instante, creyó ver su propio reflejo moverse un segundo más tarde. Como si otra versión de sí misma la observara desde el otro lado. Dejó caer la taza. El sonido del vidrio rompiéndose hizo eco en toda la casa. Corrió al dormitorio.
—¡Julián!
Él se levantó de un salto, alarmado.
—¿Qué pasó?
—El espejo… se movió.
Él la abrazó, intentando calmarla.
—Fue tu imaginación, Laura. Estás agotada.
Pero mientras la sostenía entre sus brazos, la vio temblar. Y supo que no era imaginación. Porque también lo sintió. El aire había cambiado.
El retorno del creador
En otro lugar, bajo la ciudad, Asterion observaba desde una pantalla. Sus manos estaban cubiertas de vendajes. Su rostro, desfigurado. Pero su voz….Su voz seguía tan fría como siempre.
—La simbiosis está funcionando —dijo, sonriendo—. El cuerpo de Julián fue el primer experimento. Los niños son el resultado perfecto.