La noche se extendió silenciosa sobre la mansión. Un viento helado se colaba entre las rendijas, agitando las cortinas como fantasmas pálidos que danzaban al compás del miedo.
Julián no podía dormir. Desde hacía días, algo dentro de él vibraba con una frecuencia imposible, un susurro que parecía venir del corazón mismo de la casa. Se levantó, encendió una vela y caminó hacia el pasillo. El sonido era apenas perceptible: un murmullo suave, casi infantil. Lo siguió, con la vela temblando entre sus dedos. El eco lo condujo hasta el comedor.
El espejo. Otra vez el maldito espejo.
Allí estaba Leo, dormido sobre el suelo frío, con la mano apoyada en el cristal. Su rostro, angelical, irradiaba una serenidad antinatural. Pero el reflejo no dormía. El reflejo lo miraba. Y sonreía.
La revelación
Julián se arrodilló frente a su hijo, apartando la mano del espejo con suavidad. El contacto fue suficiente para que una corriente eléctrica recorriera su cuerpo. El fuego de la vela vaciló, casi extinguiéndose.
—¿Qué es esto…? —susurró.
Y entonces lo sintió. El vínculo. El mismo lazo que antes unía su mente a Asterion, ahora latía dentro del niño. No era una sensación física, sino espiritual. Una energía antigua, fría, y viva.
Leo abrió los ojos. Eran completamente plateados.
—Papá… —susurró—. Duele.
Julián lo estrechó entre sus brazos, sintiendo el temblor del pequeño.
—Tranquilo, hijo, estoy aquí.
Pero Leo no lo oía. Parecía hablar con alguien más.
—No quiero verlo, no quiero escucharlo…
Julián lo tomó por los hombros.
—¿A quién, Leo? ¿A quién no quieres ver?
El niño levantó lentamente la mirada. Y cuando habló, su voz no era suya.
—A mí, Julián.
El tono era adulto, gélido. El alma de Julián se congeló. El fuego de la vela se extinguió. El espejo vibró con un sonido grave. Y la voz de Asterion resonó en toda la habitación.
—No puedes proteger lo que ya es mío.
El enfrentamiento
El golpe de energía fue brutal. El espejo estalló en fragmentos luminosos que quedaron suspendidos en el aire. Julián retrocedió, protegiendo a Leo con su cuerpo.
—¡Suéltalo, Asterion!
La voz del doctor se mezcló con la del niño, como un eco superpuesto.
—Tú no entiendes. No se trata de poseer… sino de continuar. Mi conciencia no puede morir mientras viva la sangre que creé. Y la tuya… —rió con una ironía helada— …es la que más resiste.
Leo empezó a convulsionar. Julián lo sostuvo con fuerza.
—¡No te atrevas!
—Ya está hecho, Julián. —La voz reverberó en las paredes—. Yo le di vida a tu cuerpo… y a ellos también. Somos la misma materia. El mismo origen. La misma condena.
El reflejo de Asterion se materializó entre los fragmentos flotantes. Su rostro desfigurado aún mantenía aquella sonrisa perfecta, de científico satisfecho.
—¿Sabes por qué elegí a Leo? Porque es el más puro. El que jamás dudará en amar… incluso al monstruo que lo destruye.
Julián sintió que el alma se le rompía. El rostro del niño se contraía de dolor, mientras lágrimas plateadas resbalaban por sus mejillas.
—Papá… —murmuró Leo—. Ayúdame.
El padre lo sostuvo con desesperación.
—Resiste, hijo. Resiste.
Pero la luz plateada del espejo se alzó como un torbellino, y el cuerpo del niño comenzó a elevarse. Las venas de sus brazos resplandecieron como filamentos de luna. Julián gritó su nombre, extendiendo los brazos.
—¡LEO!
Una fuerza invisible lo lanzó contra la pared. El aire se volvió espeso, vibrante. Elian y Elías irrumpieron corriendo, seguidos por Laura, que llevaba los ojos aún llenos de sueño.
—¿Qué pasa? —gritó ella.
Y entonces lo vio. Su hijo suspendido en el aire, envuelto en luz, con la voz de un hombre que no era el suyo.
La decisión
Laura se lanzó hacia Julián, lo ayudó a levantarse.
—¡Tenemos que hacer algo!
Julián, con la respiración entrecortada, la miró con desesperación.
—No puedo. Si lo intento ahora, lo mato.
Elian, pálido, dio un paso adelante.
—Yo sí puedo.
Los adultos lo miraron, incrédulos.
—¿Qué dices, hijo? —preguntó Laura.
El niño apretó los puños.
—Asterion me conoce. Me usa desde siempre. Si lo enfrento desde adentro, puedo romper el lazo.
—¡No! —exclamó Julián—. No lo permitiré.
Elian lo miró con ternura.
—Papá, él no me teme. Me necesita para mantenerse vivo. Pero si me uno a Leo, lo obligaré a salir.
Laura lo tomó por los hombros.
—Podrías morir, Elian.
El niño sonrió con dulzura.
—Ya lo hice una vez, mamá. Cuando ustedes dejaron de verme. Ahora quiero vivir de verdad.
Dicho eso, corrió hacia su hermano y lo abrazó con fuerza. El resplandor fue tan intenso que la habitación entera se iluminó como si el sol hubiera nacido dentro de ella. Julián gritó los nombres de ambos. Laura cayó de rodillas, cubriéndose el rostro. El aire olía a electricidad y lágrimas. Y entonces, silencio.
La calma falsa
El resplandor se desvaneció. Los fragmentos del espejo cayeron lentamente al suelo, tintineando. Leo estaba inconsciente en los brazos de su hermano. Elian respiraba con dificultad, pero seguía despierto. Laura corrió hacia ellos.
—¿Están bien?
Leo abrió los ojos lentamente. Sus iris volvieron a ser dorados, cálidos.
—Ya no lo escucho —susurró.
Laura lo abrazó con fuerza, sin poder contener el llanto. Elian la miró, cansado, pero con una leve sonrisa.
—Todo está bien, mamá. Por ahora.
Esa noche, la familia entera durmió por primera vez en paz. O eso creyeron. En el laboratorio subterráneo, entre los restos del espejo roto, una de las astillas permanecía flotando en el aire. Su superficie vibraba con una vida propia, mostrando una figura distorsionada que murmuraba en voz baja: