El amanecer no trajo paz. Los primeros rayos apenas lograron atravesar los vitrales rotos del salón principal, filtrándose como cuchillos dorados que herían la penumbra. En medio de aquel escenario sombrío, Leo dormía. O al menos eso creían.
Laura se encontraba a su lado, con los ojos enrojecidos por las noches de insomnio.
Le acariciaba el cabello con ternura, como una madre que intenta aferrarse a una normalidad inexistente. Pero su instinto, ese sexto sentido que siempre la había guiado, le gritaba que algo estaba cambiando. Leo ya no era el mismo. Y en el fondo, ella lo sabía.
—¿Está bien, mamá? —preguntó Elías, con la voz adormecida, desde la puerta.
Laura giró lentamente, esbozando una sonrisa débil.
—Sí, cariño… solo estoy cansada.
Elian, en cambio, se mantenía distante, apoyado contra el marco de la ventana.
No podía dejar de observar el cuerpo de su hermano menor. Esa quietud no era humana.
Era como si Leo respirara al ritmo de algo invisible. Una cadencia antigua, profunda.
Una melodía que no pertenecía a este mundo.
Esa tarde, Julián decidió llevarlos al jardín, esperando que la naturaleza calmara la tensión que los envolvía desde el incidente del espejo. El aire estaba tibio, pero pesado, como si el viento arrastrara ecos de voces que se negaban a morir.
Leo caminaba unos pasos detrás de todos.
Su mirada vagaba hacia el horizonte, fija, sin emoción. El cielo reflejaba un color ceniza, y cada pétalo que caía de los rosales parecía detenerse a su alrededor.
Julián lo observaba desde lejos, con el corazón apretado. Sabía que algo dentro del niño había cambiado. No había señales de dolor ni de rabia en él, sino de una serenidad… anormal. Demasiado perfecta. Demasiado vacía.
—¿Puedo hablar con él? —preguntó Elian, rompiendo el silencio.
—Claro —respondió Julián con voz cautelosa— pero no lo presiones.
Elian caminó hacia su hermano y se sentó a su lado en el césped. Por un momento, ninguno dijo nada. Solo se escuchaba el susurro del viento, moviendo las ramas del roble más antiguo del jardín.
—¿Recuerdas cuando jugábamos a escondernos entre los árboles? —preguntó Elian. Leo lo miró con una leve sonrisa.
—Recuerdo todo, pero no siento nada.
Elian frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir?
Leo lo observó con esa serenidad inquietante.
— Que ya no soy solo yo.
Un escalofrío recorrió la espalda de Elian.
—¿Asterion…?
Leo asintió lentamente.
—No se fue. Solo duerme. Y cuando despierta… me enseña cosas. Cosas que tú no entenderías.
Elian dio un paso atrás, pero su hermano lo tomó de la muñeca.
—No tengas miedo. Él dice que me ama… como tú me amabas antes.
Elian sintió que el aire se volvía denso. No sabía si abrazarlo o huir. La voz de Leo era dulce, pero en su dulzura había algo que helaba la sangre.
La sospecha
Esa noche, Julián se encerró en la biblioteca.
No podía seguir negándolo. Leo estaba cambiando, y cada día lo hacía más rápido. Abrió los viejos archivos que había rescatado del laboratorio de Media Luna: estudios incompletos, fragmentos de ADN, notas encriptadas… Entre todas esas ruinas del pasado, encontró algo que lo hizo temblar. Una carpeta titulada Proyecto Resurrección: Sucesión Espiritual.
Las hojas estaban manchadas de sangre seca. La letra, inconfundible: Asterion. El texto hablaba de la creación de “vínculos genéticos-holográficos” entre conciencias humanas y biológicas. De cómo un alma podía fragmentarse y alojarse en varios cuerpos simultáneamente. De cómo una parte puede dormir, mientras la otra despierta.
Julián cerró los ojos, horrorizado. La verdad era más cruel de lo que imaginaba. No solo Asterion seguía vivo dentro de Leo. También había fragmentos de él dentro de Elian y Elías. Era un eco múltiple. Una resonancia que los unía a todos. Y si una de esas partes despertaba completamente ninguno de ellos sobreviviría.
La cena
Laura preparó la cena con esmero, intentando recuperar una rutina perdida. La mesa estaba llena de luces cálidas, platos servidos y aroma a pan recién hecho. A simple vista, todo parecía normal. Pero bajo esa aparente calma, el silencio tenía filo.
—¿Qué tal el día? —preguntó ella con voz suave.
—Bien —respondió Elías.
—Tranquilo —dijo Elian, aunque su mirada no se apartaba de Leo.
Leo, en cambio, no dijo nada. Solo jugaba con el cuchillo, girándolo lentamente entre sus dedos.. La hoja brillaba con un reflejo plateado que iluminaba su rostro. Julián lo observó, conteniendo la respiración.
—Leo, ¿todo bien?
El niño levantó la vista. Su sonrisa era perfecta.
—Sí, papá. Todo está… bien.
Pero esa sonrisa era la misma que Asterion tenía el día que lo encerraron. Fría. Matemática. El eco del infierno en un rostro angelical.
La noche del espejo
La madrugada cayó como una cortina pesada. Laura se despertó por un sonido metálico. Venía del pasillo. Se levantó con cuidado para no despertar a Julián, quien dormía en la habitación contigua con los niños. El sonido se repitió.
Cling.
Cling.
Un eco de metal contra metal, como si algo estuviera raspando el suelo.
Caminó descalza, guiada solo por la luz azulada que provenía del final del pasillo. Era la habitación del espejo. Ese maldito espejo que creían destruido. Pero estaba allí. Intacto. Más grande que nunca. Y frente a él… Leo. El niño se encontraba de pie, con las manos extendidas hacia el cristal. Su reflejo se movía distinto, como si tuviera voluntad propia.
—Leo… —susurró Laura.
El niño giró lentamente. Sus ojos ya no eran dorados. Eran dos lunas vacías.
—Mamá. ¿Sabes lo que es el amor?
La pregunta la descolocó.
—Claro que sí, hijo… es lo que siento por ti.
Leo sonrió.
—Asterion también me ama. Dice que el amor verdadero no tiene límites, ni cuerpo, ni vida. Dice que todos debemos volver a él.