Prisionera De Su Obsesión

Cuando el vidrio respira

La casa amaneció con olor a humo apagado y cera derretida. En el salón, los círculos del ritual aún marcaban el suelo como anillos de árbol quemado. Leo dormía abrazado a Laura; Elías y Elian, uno a cada lado, parecían custodios cansados de una puerta que por fin se había cerrado. Julián, de pie junto a la ventana, miraba el jardín sin verlo. La escarcha bordaba los márgenes de los cristales y, cada tanto, un reflejo oblicuo le devolvía un destello plateado en la pupila.

—¿Dormiste? —preguntó Laura, con la voz ronca.

—Lo suficiente —mintió él, alejándose del vidrio.

La frase quedó flotando. En la mesa, entre papeles y frascos vacíos, el reloj de bolsillo de Adrián rescatado de las cenizas de otra vida marcó las 7:11 y, sin embargo, sonó una sola vez, como si no se atreviera a completar la hora. Julián lo cerró de golpe. Había aprendido a desconfiar de todo aquello que brillaba desde fuera.

Durante el desayuno, Leo se mostró risueño de un modo nuevo, como si cada bocado confirmara que el mundo seguía, que la luz dorada en sus ojos era de verdad suya. Elías hizo chistes torpes más por alivio que por gracia y Elian no apartó la vista de su hermano, atento, midiendo silencios.

—Hoy rompemos todos los espejos —anunció Julián, recogiendo platos—. Ventanas, aparadores, vitraux. Los cambiamos por vidrios esmerilados y ya.

Laura asintió, aunque algo en la medida la ponía nerviosa, como si tapar una grieta sin revisar el cimiento fuera solo postergar la inundación.

—No es solo el cristal —dijo Elian, bajito—. Es el aire delante del cristal. Asterion… respiraba por ahí.

Leo dejó la taza. El asa tintineó contra loza.

—Ayer, cuando mamá gritó, yo lo sentí… —se tocó el pecho—. Como cuando apagás una radio pero igual escuchás la canción en la cabeza.

Julián abrió la ventana para que entrara la mañana. El jardín exhaló vapor de tierra. Al inclinarse sobre el marco, su reflejo en el vidrio empañado pareció llegar un milímetro más tarde que su movimiento. Nadie, salvo Elías, lo notó.

—Papá —dijo el pequeño, bajito—, te moviste despacito… pero el espejo más despacio.

Julián sonrió sin dientes.

—Entonces rompamos también esto.

Golpeó con el codo. El vidrio se astilló en una malla perfecta, como telaraña helada. Un brillo, casi imperceptible, cruzó su iris y se apagó.

La limpieza empezó como penitencia y terminó como ceremonia. Cubrieron muebles, colgaron sábanas, descolgaron marcos. Elian clasificaba piezas, Elías marcaba con tiza los bordes respirados, Leo sostenía una bolsa de residuos como si fuera un estandarte. Laura, guantes puestos, iba de un lado a otro con una lista que no dejaba de crecer: espejo del recibidor, vitral del descanso, el de la escalera de servicio que nadie recordaba haber instalado.

—¿Desde cuándo tenemos esto aquí? —preguntó, señalando el vidrio alto, ovalado, incrustado en la pared como una ampolla.

Julián ladeó la cabeza. La marca del marco tres clavos, bronce viejo, dibujo de media luna le crispó la nuca.

—Desde nunca.

—O desde que alguien quiere que esté.

Elian acercó una banqueta. Subió con el martillo. Antes de golpear, pegó la palma al cristal. Estaba frío pero húmedo, como piel de pez.

—Respira —dijo, sin dramatismo.

—Dale —indicó Julián.

El golpe fue seco. La grieta se extendió en dos direcciones, como una Y. Por esa abertura, un rastro de aire helado le lamió la muñeca. Bajó el martillo y sintió que el latido del vidrio —sí, latía— se acompasaba con el suyo.

—Basta por hoy —decidió Julián, demasiado rápido—. Sigamos abajo.

Laura lo miró de reojo. Esa prisa no era suya. Julián siempre había sido de terminar lo que empezaba. Ahora parecía evitar un hilo que lo llevaba hacia adentro. A media tarde, apareció Rhea. No tocó timbre; dejó un sobre bajo la puerta trasera y se perdió entre las jacarandás. Elian la vio desde el corredor y, sin avisar, fue tras ella. La alcanzó en la vereda.

—¿Por qué no entraste? —dijo, sin reproche.

—Porque cuando uno trae malas noticias, es mejor que el viento pueda cortar la frase en dos —respondió, mostrando el borde del sobre— Deciles que no miren directo a nada que devuelva. Ni metal pulido, ni agua quieta. Y decile a Julián que empiece por él.

—¿Por él?

—Sí. Tu padre respira al revés desde que salió de la cripta.

Elian tragó.

—¿Se puede arreglar?

Rhea frunció la boca.

—Con una campana.

—¿Otra vez la campana?

—No cualquier campana. —Le guiñó—. La suya.

Cuando Rhea se fue, Elian volvió con el sobre. Dentro, un plano a mano: la torre de una antigua ermita en ruinas del otro lado del río, un círculo dibujado sobre un campanario y, al margen, una frase:

Si su pulso acompasa al bronce, el vidrio deja de respirar.

—Es para hoy —dijo Elian.

—Es peligroso —respondió Laura.

—Justamente por eso —cerró Julián, ya buscando las llaves.

La ermita de San Roldán parecía una estampita descolorida clavada en la orilla de barro. El camino, embarrado; la puerta, torcida; los vitrales, ahumados por dentro. Subieron la escalera estrecha a la torre, en fila: Julián primero, luego Laura con Leo, Elías detrás y Elian cerrando como si pudiera guardar el mundo con su cuerpo pequeño.

Arriba, la campana dormía. No era grande, pero el bronce, oscuro y denso, daba la sensación de pesar más que la torre. Tenía una inscripción comida por el óxido: Non videbis te in speculo.

—No te verás en el espejo —tradujo Julián, sin pensar. La frase le salió de adentro, como si la hubiese memorizado de niño.

Laura le rozó la mano.

—¿Estás bien?

—Sí —mintió.

Elian, serio, extendió la cuerda hacia Julián.

—Es tuya.

Julián la tomó. La cuerda raspó la palma como un recuerdo áspero. Cerró los ojos. Respirar al compás del bronce. Marcar un pulso que no fuera el del vidrio. Tensó hombros, dejó caer peso. El badajo besó el bronce con delicadeza.




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