La noche había caído sobre la ciudad con un manto espeso de neblina. Desde el ventanal del despacho, Julián observaba las luces distantes como si cada una fuera un recuerdo que se apagaba lentamente. El reloj marcaba las once y media, pero no había rastro de sueño en su mirada. Desde que Laura había desaparecido junto con Adrián, su vida se había convertido en una rutina de sombras: trabajar sin descanso, vigilar los movimientos del imperio de Adrián y mantener a salvo a los niños. Los trillizos dormían en el piso de arriba, y solo el murmullo del viento contra los cristales le hacía compañía.
Una taza de café frío reposaba sobre el escritorio junto a un fajo de documentos legales. Estaba a punto de firmar uno cuando un golpe seco resonó en la puerta principal.
Tres golpes.
Silencio.
Y luego nada más.
Julián se levantó con un leve sobresalto. A esas horas nadie se atrevía a visitarlo. Cruzó la sala en penumbra y abrió la puerta. No había nadie. Solo el eco del viento recorriendo la entrada.
Pero al bajar la mirada, lo vio. Un sobre blanco, sellado con cera roja, descansaba sobre el felpudo.
Lo tomó con cautela. El sello no tenía iniciales ni símbolos, solo una marca irregular, como una lágrima de cera que alguien había dejado caer por accidente. Cerró la puerta y volvió al escritorio. Durante varios minutos no se movió. Solo miraba el sobre, sintiendo que el aire se volvía más denso con cada segundo.
Cuando finalmente lo abrió, el olor a papel antiguo y perfume lo envolvió. Era el mismo aroma que Laura usaba. El mismo que aún permanecía en su memoria desde la última noche en que la tuvo entre sus brazos. Con las manos temblorosas desplegó la hoja. La letra era delicada, apresurada, trémula:
Julián…
No tengo mucho tiempo. Adrián ha descubierto lo que planeaba. Dice que pronto estaré donde debo estar, lejos del mundo y de ti. Van a llevarme a un lugar del que nadie regresa, uno donde las mentes se rompen y las almas se apagan. No puedo permitir que me borre. Por favor, encuéntrame antes de que lo haga.
—L.
El papel cayó de sus manos. Por unos segundos no respiró. Su pecho se comprimió con una angustia salvaje que lo dejó inmóvil. Luego, una furia contenida comenzó a hervirle en las venas. Sintió que todo su cuerpo vibraba, no de miedo, sino de una determinación que lo quemaba por dentro.
—No… —susurró—. No volverás a tocarla, Adrián.
Golpeó el escritorio con el puño, haciendo que la taza se volcara. El café derramado se esparció como un río oscuro, tiñendo los papeles con el rastro de su desesperación. Apretó los dientes, conteniendo el grito que se ahogaba en su garganta. Su mente, disciplinada y lógica, intentaba buscar respuestas.
¿Dónde estaba ese lugar? ¿Quién había traído la carta? ¿Cómo había escapado del control de Adrián para escribirla? Caminó por el despacho con las manos en el cabello, y el eco de su respiración llenó el silencio. Desde que la había perdido, había jurado mantenerse cuerdo por los niños, pero ahora sentía cómo la cordura se le escurría como agua entre los dedos.
Se detuvo frente al retrato familiar colgado en la pared: Laura sonreía junto a los trillizos. Recordó su risa, su voz susurrándole no tengas miedo, Julián, todo pasará. Pero ahora era ella quien lo necesitaba. Y él no iba a fallarle.
Horas después, Julián revisaba documentos viejos, registros médicos, y contactos de su antigua red de abogados. Había un nombre que se repetía en varios informes sobre el psiquiátrico donde él mismo había estado prisionero: Instituto Arcanum.
Era el mismo lugar al que Adrián tenía poder de acceso. El mismo sitio donde Julián había sido destruido… y reconstruido. El solo pensar en volver allí lo hizo temblar. La memoria del encierro, las voces, el frío de las paredes metálicas….Pero esa vez no sería la víctima. Esa vez sería el cazador.
Cerró el portátil con brusquedad. Subió a la planta alta para ver a los niños. Elian dormía abrazado a su hermano Leo, y Elías estaba recostado junto a ellos, respirando con serenidad. Por un instante, la ternura de la escena lo detuvo. Sintió el nudo en el pecho desatarse un poco. Ellos eran su ancla.
Su razón. Pero también su debilidad.
No podía arriesgarlos.bNo podían saber lo que iba a hacer.bLos cubrió con una manta y rozó la frente de cada uno con los dedos.bSusurró:
—Prometo traerla de vuelta.
Luego bajó al garaje, encendió el motor del auto y partió en medio de la niebla. La ciudad dormía, pero él no. No hasta rescatarla. La carretera hacia el norte era un laberinto de sombras y lluvia. Cada faro iluminaba por un segundo los recuerdos que intentaba olvidar: los gritos, las puertas metálicas, las voces en la oscuridad. Ese instituto no era un hospital. Era una fábrica de almas rotas.
El viento azotaba el parabrisas como si la noche intentara detenerlo. Pero su mente solo repetía una palabra: Laura. A cada kilómetro, su pulso se aceleraba..Podía sentir el perfume de ella aún adherido a la carta. El sonido de su voz, su risa, sus lágrimas. Todo volvía a él con dolor y deseo.
—Resiste, Laura… —susurró con la voz entrecortada— Ya voy.
Al amanecer, se detuvo en un motel abandonado cerca del bosque. Encendió la luz y extendió un mapa sobre la cama. El Instituto Arcanum quedaba al otro lado del valle, protegido por muros, cámaras y patrullas privadas. Era imposible entrar sin autorización….o sin un milagro.
Mientras analizaba las rutas, un leve golpe en la ventana lo sobresaltó. Se acercó con el corazón acelerado y corrió la cortina. Nada. Solo la lluvia. Pero cuando bajó la vista, vio una sombra fugaz entre los árboles. Un niño. Salió de inmediato. El viento helado lo golpeó en el rostro, pero siguió corriendo hasta alcanzar la figura. El niño se volvió y, bajo la tenue luz del amanecer, Julián lo reconoció.
—¿Elian? —murmuró, incrédulo.