Prisionera De Su Obsesión

Ayúdame

La noche caía sobre la ciudad como un manto de humo y cenizas. Desde la colina, Julián observaba la vieja institución donde sabía que Laura estaba prisionera. La fachada del psiquiátrico resplandecía con luces frías, impersonales, y el eco del viento silbaba entre los ventanales, arrastrando un sonido casi humano, un lamento que parecía pronunciar su nombre. Laura.

En su mano temblaba la carta que había recibido apenas dos días atrás. El papel aún conservaba el aroma de ella, ese perfume sutil que solía impregnar la casa cuando todo era paz y los niños reían. Las palabras escritas a prisa estaban borrosas, manchadas por lágrimas.

Ayúdame. Adrián planea internarme de por vida. Quiere destruir mi mente. No dejes que lo logre.”

Aquella súplica había dAyúdameespertado algo en Julián que creía muerto: la fe en el amor, la necesidad de salvarla aunque el mundo entero se interpusiera. Desde el secuestro, su vida había sido una espiral de venganza contenida, pero ahora esa carta lo había devuelto a su esencia. Ya no era el hombre que escapó del infierno del psiquiátrico; era el hombre que regresaba para rescatar al alma que amaba.

La institución se alzaba como una fortaleza maldita. En el interior, Laura caminaba sin rumbo entre pasillos interminables. Las luces parpadeaban, y el eco de los pasos ajenos retumbaba en sus sienes.

La droga que Adrián le administraba cada noche empezaba a perder efecto; su cuerpo se acostumbraba, pero su mente aún se sentía como un cristal agrietado. Cada vez que intentaba recordar, un vacío la devoraba desde dentro. Cada vez que pensaba en Julián, una punzada ardía en su pecho.

Esa noche, sin embargo, algo había cambiado. Sentía que algo o alguien la observaba desde el exterior. Un presentimiento cálido, como un destello de esperanza, la hizo sonreír por primera vez en semanas. Julián había logrado infiltrarse con ayuda de un guardia que le debía más de un favor. El plan era arriesgado, casi suicida, pero no podía detenerse. En su mente, cada paso estaba marcado por una sola idea:

volver a verla viva.”

—Dos minutos para el cambio de turno —susurró el guardia mientras le entregaba una tarjeta magnética.

—Será suficiente —respondió Julián con voz firme, ocultando la tensión que le recorría el cuerpo.

El sonido de las cerraduras automáticas se mezclaba con el latido de su corazón. Caminó entre las sombras, esquivando las cámaras, hasta llegar a una puerta numerada con tinta roja: Sala 9. Paciente L–07. El nombre no figuraba, pero él sabía que era ella.

Abrió la puerta con sigilo, conteniendo el aliento. Laura estaba sentada frente a la ventana, el cabello suelto cayendo en ondas doradas sobre su espalda. Llevaba un camisón blanco y su mirada parecía perdida en un punto del horizonte. Julián sintió cómo algo en su interior se rompía al verla así.

—Laura… —susurró, casi temiendo que su voz la asustara.

Ella giró lentamente, sus ojos se abrieron con desconcierto y luego con incredulidad.

—¿Eres… real? —preguntó temblando.

—Sí —dijo él, avanzando hacia ella—. Soy real. Y he venido por ti.

Laura se levantó con torpeza, tambaleándose. Cuando sus cuerpos se encontraron, el tiempo pareció detenerse. Se abrazaron con desesperación, con hambre de todo lo que les habían robado.

—Pensé que te habían matado —sollozó ella.

—Quisieron hacerlo… pero no lo lograron. No podían destruir lo que tú habías dejado dentro de mí —respondió él, acariciándole el rostro.

Por unos instantes, todo fue silencio. Solo el latido de sus corazones, sincronizados como si el universo los hubiera creado el uno para el otro. Pero la calma duró poco. Un ruido metálico los sobresaltó. Desde el pasillo, una voz resonó con autoridad:

—¡Sala nueve! ¡Verifiquen la anomalía!

Julián maldijo en silencio. Tenía segundos, no minutos. Tomó la mano de Laura y la arrastró hacia una salida lateral. Los pasos de los guardias se oían cada vez más cerca. Laura apenas podía mantenerse en pie.

—Confía en mí —le dijo él—. Te sacaré de aquí, lo juro.

Llegaron a un pasillo estrecho que desembocaba en una puerta metálica. Cuando Julián la abrió, una ráfaga de aire frío golpeó sus rostros: estaban en el exterior.

—Vamos, corre —le susurró.

Mientras tanto, en la mansión, Adrián miraba el reloj con una sonrisa calculadora. Había recibido una llamada del director del psiquiátrico minutos atrás.

—No se preocupe, señor —dijo el hombre al teléfono— Todo está bajo control. La paciente sigue en sedación y el personal cumple sus órdenes.

Pero el instinto de Adrián le decía otra cosa. Algo se movía fuera de su control, algo que no había previsto. Encendió un cigarrillo y observó su reflejo en el espejo. Su rostro, impecablemente elegante, ocultaba la locura que hervía bajo la superficie.

—Si ella intenta escapar… —murmuró, exhalando humo—. No habrá cielo ni tierra que la salve.

Julián y Laura atravesaban el bosque que rodeaba la institución. Los perros ladraban a lo lejos; las luces de los reflectores se movían erráticas. El suelo estaba húmedo y los árboles se cerraban sobre ellos como brazos oscuros.

—Ya falta poco —dijo él, ayudándola a subir una pequeña colina.

—Julián, estoy tan cansada… —murmuró ella.

—No te detengas, Laura. Si te detienes, él gana.

Un helicóptero sobrevoló la zona iluminando el bosque. Julián la abrazó y ambos se ocultaron bajo una estructura de metal oxidado. El sonido era ensordecedor.

—¿Y los niños? —preguntó ella con lágrimas en los ojos.

—Están a salvo, conmigo. Los tengo bajo mi custodia —respondió él—. Pero no puedo tenerlos sin ti. Ellos te necesitan.

Laura se aferró a él como si temiera desvanecerse.

—Prométeme que los protegerás, aunque yo…

—No digas eso —la interrumpió con voz firme

—. Vas a vivir, vas a volver con ellos, conmigo.




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