El disparo no los alcanzó. No ese. El sonido retumbó por el pasillo como una sentencia aplazada, y en ese segundo de respiro que a los mortales les regalan los dioses cansados, Julián empujó a Laura hacia la esquina, le besó la sien —uno de esos besos que caben en una vida entera— y susurró: “Corre”. Luego giró, levantó las manos y se entregó con una calma tan antinatural que el guardia que lo esposó evitó mirarlo a los ojos. Había algo en esa quietud que dolía.
No fue valentía ni sacrificio ciego. Fue cálculo, memoria, una línea recta trazada entre el ayer y el mañana. Julián sabía dos cosas: que Laura debía salir de allí antes de la medianoche, y que el Instituto Arcanum era más que un edificio; era una máquina. Y las máquinas, si uno aprende su ritmo, también se quiebran.
Lo arrastraron por el corredor central, golpeándolo lo suficiente para que dejara de parecer un héroe. La sangre en la comisura del labio le sabía a óxido, a derrota prestada. El director salió a recibirlo luciendo un traje que aspiraba a elegancia y apenas alcanzaba a disfrazar la podredumbre: lo acompañaban dos enfermeros y un asistente con una tableta que registraba cada soplo.
—Qué escena más conmovedora —dijo el director, con media sonrisa—. El hombre que vuelve a su cuna.
—Vuelvo al taller —respondió Julián con voz baja—. Las cunas no tienen candados en las puertas.
El director hizo un gesto. Una jeringa encontró la vena. El frío de la droga subió como un río al revés. La lengua se le entumeció, la vista se le llenó de refracciones. El techo respiraba. Las lámparas tenían párpados.
—Nivel tres —ordenó el director—. Protocolo de sumisión progresiva.
—Se llama asesinato lento —musitó el guardia que lo sujetaba, apenas audible.
Julián memorizó el timbre de esa voz. Siempre había alguien que todavía recordaba ser persona.
La celda del nivel tres era blanca hasta la crueldad. Brillaba lo justo para que cualquier sombra pareciera sospechosa. Una camilla, una mesa metálica, un espejo pequeño incrustado en la pared opuesta: no un espejo, un ojo. Lo desataron, lo dejaron caer, cerraron la puerta. El silencio que quedó no era silencio: era el zumbido bajo de todo aquello que vigilaba.
Julián respiró hondo, contando al revés: once, diez, nueve… Ese ejercicio lo había sacado de la primera vez, en otra vida. Ahora era distinto. No estaba roto; estaba tensado. Había regresado aquí con un plan que todavía no tenía forma, pero que reconocía por su olor: el del metal a punto de quebrarse.
Se incorporó despacio. El espejo lo devolvió un segundo tarde. Sonrió sin dientes. Asterion ya no estaba, pero el vidrio que respira aprendió a hacerlo solo. Caminó hacia el ojo y apoyó la frente en el marco. Su reflejo lo imitó. Entonces, en voz baja, sin forzar los labios, habló para el micrófono que seguro vibraba detrás del cristal.
—No te voy a dar nada hoy. Ni gritos, ni súplicas, ni recuerdos. Solo un número: once y doce.
No esperaba respuesta. No la obtuvo. Detrás del vidrio, sin embargo, algo ajustó su pulso. La máquina había escuchado. Se sentó en el suelo. Cogió la manta áspera de la camilla, la extendió y, con un hilo que arrancó del borde, ató el dedo anular de su mano izquierda. Tiró, apretó, soltó: estableció un ritmo. Tac… tac-tac… tac. En su cabeza, la campana de San Roldán devolvía el eco.
—Ajustá el corazón al bronce —oyó la voz vieja de su abuela, esa que solo volvía en noches de fiebre—. Que el vidrio aprenda tu respiración.
Cerró los ojos, repitió la secuencia. A cada “once y doce” recordó: el sonido del mar en el puerto, la risa de Laura antes de dormirse, los dedos siempre fríos de Elian que buscaban su mano al cruzar la calle. La cama de metal ya no era una trampa; era una mesa de operaciones para una cirugía distinta. No durmió. No quiso.
A la mañana siguiente si es que era mañana bajo ese sol de tubo abrieron la puerta. Entraron dos: una enfermera de pelo oscuro, ojeras profundas, y un camillero alto, de hombros largos. Ella era contención, él fuerza. La tabla metálica del suero vibró con una nota imperceptible al ojo, no al oído de quien escuchaba frecuencias que se esconden.
—Buenos días, paciente trece —dijo la enfermera sin levantar la vista de la bandeja—. ¿Dolor? ¿Náuseas? ¿Recuerdos?
—Sí —dijo Julián—. Sí. Sí.
Ella alzó la mirada. Una chispa de ironía se le cruzó por los ojos. Bien: gente que entendía el idioma humano. El camillero apretó la correa de la muñeca con más fuerza que la necesaria.
—Suave, Morales —advirtió la enfermera—. El informe pide “integridad muscular”.
Morales. Guardó el nombre junto a la voz que lo había esposado. Eran el mismo hombre. Bien.
—No te van a ascender por romperme —dijo Julián, apenas un hilo de voz.
Morales soltó un milímetro.
—Lydia —dijo el camillero por lo bajo—. Se cree gracioso.
—Nosotros también nos creíamos graciosos antes de firmar el contrato —replicó ella sin ganas.
Lydia y Morales. Dos puertas. Había que empujarlas sin que se dieran cuenta.
—Ayer —murmuró Julián— alguien dejó salir a una mujer de la sala nueve.
El aire cambió. Un pequeño silencio —de esos que no producen sonido, sino espacio— cayó como una sábana sobre los tres.
—No hay registro —dijo Lydia, mecánica.
—Pero lo sabés —dijo Julián, mirándola a los ojos—. Porque anoche te acostaste pensando que eso es imposible… y sin embargo estás más liviana.
Le tembló un dedo. Insignificante. Suficiente.
—Ya está —cerró Julián, y entonces se calló. No presionó más. Había que dejar que la grieta se hiciera sola.
Le conectaron el suero, le tomaron signos, le revisaron pupilas. Lydia salió primera. Morales se quedó recogiendo una pinza que había “caído”. Al enderezarse, susurró:
—Doce y cuarto. Pasillo B. Sillón blanco.
No lo miró. No esperó respuesta. Cerró. El cerrojo sonó como una promesa. Julián se dejó caer. Sintió el líquido frío correr por su vena. Contó conteniendo la sonrisa. Doce y cuarto.