El portón del Pabellón Delta terminó de abrirse con ese gemido antiguo de los metales cuando se cansan de obedecer. El aire, adentro, olía a ozono y a agua contenida, como si todo el edificio se hubiese aguantado el llanto demasiado tiempo. Entró primero Laura, los hombros rectos, la mirada limpia. Detrás de ella, los tres niños, alineados sin haberse puesto de acuerdo, con la misma cadencia en el paso, el mismo latido invisible marcándoles las muñecas. No hubo heroísmo estridente ni grito de guerra. Lo que hubo fue presencia: la de una familia que ha decidido volver a nombrarse.
Adrián los miró con una sonrisa de porcelana que no le alcanzó a los ojos. Levantó el arma por inercia, como quien levanta un hábito. Pero nadie se encogió. Elian dio un paso al frente y dijo —con esa voz de niño que ya no pide permiso—:
—Ahora.
No fue un desafío; fue un compás. El pulso del lugar esa respiración rara que el vidrio y el cableado hacían cuando creían que nadie los notaba se detuvo por una fracción de segundo. Un silencio redondo, fértil. El director apretó algo en el panel; la luz de emergencia titiló y se quedó clavada en un rojo hondo. Lydia y Morales, apoyados a medio metro de la puerta, se miraron sin moverse. Julián, todavía jadeando, con sangre seca en la ceja, se enderezó como si por fin la gravedad recordara de quién era aliada.
—Llegaron —dijo, y la voz se le quebró en la palabra más sencilla.
Laura clavó los ojos en Adrián. No había odio en ese mirar: había cansancio y una claridad peligrosa, de esas que barren mesas sin tocar la vajilla.
—Bajá el arma —le dijo sin subir la voz.
Él rió, un chasquido. Trató de ser elegante.
—¿El teatro familiar ahora? Sabés que nada de esto cambia lo que firmaste.
—Nada de esto —repitió Laura— cambia lo que soy.
El vidrio grande, al fondo, no devolvía reflejos. Proyectaba puertas. Decenas. Blancas, idénticas, en perspectiva perfecta, como si alguien hubiera construido un corredor infinito con todas las salidas clausuradas. Del otro lado del cristal respiraba la sombra de traje claro no Asterion, su hambre, que ya había intentado entrar por la carne de Julián y se había quedado sin escalera. Ahora reptaba por circuitos, altavoces, filamentos, buscando grietas para morder.
—No voy a discutir teologías —dijo Adrián—. Este lugar me pertenece. Vos me pertenecés. Ellos nacieron del orden que yo impongo.
Elian se adelantó un paso más. Sus ojos se oscurecieron, no de odio: de decisión.
—Yo nací de mi mamá —dijo, golpeando cada palabra con cuidado—. Todo lo demás es una mentira sostenida por gente que tiene miedo.
Leo, a su lado, apretó los puños con esa suavidad que tienen los que no quieren hacer daño y, sin embargo, están listos para el peso. Elías no habló; dio un paso corto hasta colocar su mano en la espalda de Julián, justo entre los omóplatos, allí donde el cuerpo recuerda que tuvo alas. El director intentó recuperar la escena con burocracia.
—Señores —dijo, manteniendo la distancia de quien se cree salvo porque no se acerca al borde—, los protocolos…
—Los protocolos —lo interrumpió Laura— están hechos para cuando nadie ama a nadie. No nos sirven.
Se oyó un chasquido de lengua, una exhalación, una risa mínima en la garganta de alguien. Fue Lydia. Tenía los ojos rojos. No dijo “sí” ni “bravo”. Alzó, apenas, el mentón.
El edificio entero decidió entonces respirar otra vez. Las lámparas quirúrgicas balearon luz blanca. El vidrio volvió a mostrar puertas. En el altavoz, una interferencia imitó una voz humana y la rompió: “pac… pac… pacien… pacien—”.
—No —dijo Laura, y la palabra cayó como una campanada. Las sílabas del altavoz se deshicieron como harina.
Julián sintió cómo esa negación —dos letras, nada más— le acomodaba la columna por dentro. Le ardió una memoria: la primera noche de encierro, cuando una terapeuta con voz de azúcar lo llamó “paciente” y ese nombre le rozó la garganta como un collar. Ahora esa cadena, en Delta, sonó contra el suelo.
—No somos pacientes —dijo Laura sin apartar la vista de Adrián—. Somos personas.
El arma bajó un centímetro.
No hubo movimiento brusco. Hubo ritmo. Elian alzó su mano derecha, como dirigiendo una orquesta invisible. Leo, sin mirarlo, emparejó respiración. Elías, que era silencio y puente, comenzó a contar por dentro. Julián cerró los ojos un segundo y sintió el bronce en la sangre. Once… y doce. No era la campana ya; era el hueso recordando. Algo en el cableado chistó, molesto. La sombra del traje claro se pegó al borde del vidrio y empujó. El cristal onduló como agua contenida. Adrián se volvió hacia el director con un gesto impaciente, como quien apercibe a un camarero lento.
—¿Qué esperan?
—Orden suya —dijo el director, pero el dedo le tembló sobre el interruptor. El panel devolvió un pitido: orden contraria. El sistema dudaba. Y un sistema que duda deja de ser sistema.
—Hijo —dijo de pronto Adrián, mirando a Elian, la voz sin sangre—, vení. No tenés que ver esto.
Elian no se movió. No voy hacia vos, dijo su quietud.
—Vos me llamaste monstruo —le contestó, tranquilo—. Yo te digo espejo. Cada vez que hablás, te devolvés.
La sombra del traje claro, desde el vidrio, intentó su antigua maniobra: decir el nombre de cada uno con su des–nombre. “Sujeto A”, “sujeto B”, “sujeto C”… Como si nombrándolos por catálogo pudiera deshacerlos. Laura se giró hacia el cristal y, con la mano abierta, tocó el frío. No pidió. Dijo:
—Me llamo Laura. Éstos son mis hijos: Elian, Elías, Leo. Él es Julián. Somos. No nos inventaste.
El vidrio vibró —no con sonido, con significado y durante un segundo mostró otra cosa: no puertas, ventanas. La misma sala, muchos años atrás. Un médico joven —el director sin canas discutiendo con un hombre de traje claro. Un contratista de suministros firmando. Una enfermera nueva firmando. Un guardia —Morales— firmando. La tinta se gastaba el alma. Los papeles eran espejos.