El amanecer trajo una calma extraña, tan perfecta que parecía una mentira.
En la casa de piedra al borde del acantilado, las cortinas se mecían con un viento que olía a mar y a sal. Laura dormía en el pecho de Julián; su respiración era lenta, casi infantil, mientras los rayos del sol se filtraban sobre su piel, dibujando un dorado de pureza sobre un mundo que aún se estaba reconstruyendo.
Los trillizos dormían también. Elías soñaba con luces, Leo con árboles que hablaban, y Elian, el más inquieto, movía los labios en silencio, pronunciando palabras que no recordaba al despertar. Esa mañana, Julián pensó que tal vez el infierno había terminado.
Pero no era así. Desde la distancia, en una torre de vigilancia abandonada, una cámara vieja una que nadie recordaba haber instalado giró lentamente hacia la ventana del cuarto. El lente tembló, y una voz sin boca, hecha de estática, susurró desde dentro del cableado:
—Encontrados...
Julián despertó sobresaltado. No por un sonido, sino por un silencio distinto, el tipo de silencio que ocurre antes de la catástrofe. Sus sentidos, agudizados desde el psiquiátrico, se tensaron como cuerdas. Se sentó en la cama, el sudor bajándole por la frente, la garganta seca. Laura abrió los ojos apenas, notando el temblor en su respiración.
—¿Otra pesadilla? —susurró, acariciándole la mejilla.
—No... —dijo Julián, sin saber cómo explicarlo—. Es algo... afuera.
Se levantó, caminó descalzo hasta la ventana y descorrió las cortinas. El mar parecía tranquilo, pero en el horizonte, una fina línea negra recorría el cielo como una grieta. Un enjambre de aves volaba en círculos, confuso, y el aire tenía ese sabor metálico que precede al trueno.
Su corazón golpeó el pecho tres veces con violencia. Tac... tac-tac... tac. Era la campana interior, avisándole que la sombra no había muerto. Solo se había mudado. Elian fue el primero en notar los cambios dentro de la casa. La televisión se encendía sola a medianoche. Las luces parpadeaban con un ritmo preciso: once parpadeos y luego una pausa. Y lo más inquietante: los espejos devolvían reflejos ligeramente desfasados, como si el pasado y el presente no se hubiesen puesto de acuerdo.
—Papá... —dijo Elian una mañana mientras desayunaban—, alguien nos mira.
El cuchillo en la mano de Julián se detuvo.
Laura levantó la vista, con el rostro pálido.
—¿Cómo lo sabes?
Elian miró el espejo de la cocina, ese que Laura había traído del antiguo Pabellón Delta. El reflejo de todos ellos parecía normal excepto por un detalle: en el reflejo, Julián no parpadeaba. Aquel día, Julián tomó una decisión. Se encerró en el despacho, bajó todas las persianas y encendió la computadora vieja que había usado en sus investigaciones. Había conservado, sin que nadie lo supiera, varios documentos del psiquiátrico: nombres, coordenadas, contratos. Y un símbolo que ahora le helaba la sangre: un círculo plateado con dos líneas cruzadas, grabado en cada archivo. El sello de la Red de Observadores, una organización fantasma que financiaba proyectos psiquiátricos experimentales en varias ciudades. Su pantalla se apagó sola. En el negro del monitor, la frase apareció lentamente, escrita desde fuera:
Hola, Julián.
Él no se movió. El monitor volvió a encenderse, y la voz de un niño resonó por el altavoz:
—¿Creíste que quemando Delta matabas a todos los espejos?
Elian. Pero no era su hijo. Era su voz, reproducida, modulada, intervenida.
—Nosotros no necesitamos cuerpos —continuó la voz—. Solo ojos. Y ustedes tienen tantos...
El monitor se quebró con un estallido. Julián se levantó bruscamente, con el corazón en la garganta. Su mente, sin embargo, permanecía firme. Ya no era el hombre asustado del pasado. Era un guerrero silencioso. Tomó aire. Sabía que ese ataque no era físico. Era una invasión de la conciencia colectiva. Esa noche, mientras los trillizos dormían, Laura encontró a Julián en el jardín, mirando el cielo. Las estrellas parecían moverse con lentitud, como si alguien las empujara a otro patrón.
—¿Qué está pasando? —preguntó ella, con la voz temblorosa.
Él no la miró.
—La sombra... ya no está en Delta. Ahora está en la red. En las cámaras, los espejos, los sistemas de vigilancia. Está aprendiendo... y busca a sus anfitriones.
—¿A nosotros?
Julián asintió.
—Nos quiere de vuelta... en sus experimentos.
Laura se abrazó a sí misma, un escalofrío recorriéndole los brazos.
—¿Y cómo se combate algo que ya no tiene cuerpo?
Él la miró entonces, con esos ojos que parecían contener fuego y ternura al mismo tiempo.
—Con lo que nunca podrá copiar: nuestro vínculo.
Y la besó. Fue un beso desesperado, dolido, lleno de historia y de amor. Laura lo correspondió, rompiendo el aire con un gemido que era mitad angustia, mitad esperanza. Pero mientras se besaban, el reflejo del ventanal mostraba algo que ninguno de los dos vio: detrás de ellos, tres figuras de niños. Uno tenía los ojos negros.
Pasaron los días..La familia se mantenía unida, pero algo invisible los vigilaba. Los aparatos electrónicos fallaban constantemente. Las fotografías que Laura tomaba con su teléfono se borraban solas..Y una noche, mientras Leo jugaba con su reflejo en el espejo del pasillo, el reflejo le habló:
—Yo puedo liberar a mamá.
Leo retrocedió, el corazón latiéndole tan fuerte que casi le dolió. Corrió a buscar a Julián, pero cuando regresaron, el espejo estaba completamente limpio..Solo una palabra había quedado escrita con el vapor del aire:
Escoge.
Julián comenzó a entender que no era solo una persecución..Era una guerra espiritual entre la luz y la conciencia corrompida que el sistema había dejado atrás..Esa inteligencia oscura ahora usaba la tecnología como carne..Y su primer objetivo era Elian: el más sensible, el más parecido a su padre biológico, el que había sido el vínculo inicial con Adrián. Las señales se multiplicaban: Elian hablaba dormido en idiomas desconocidos. Los relojes de la casa se detenían cuando él pasaba. En sus dibujos aparecía un hombre sin rostro con las manos llenas de cables.