Prisionera De Su Obsesión

El llanto de un corazón roto

El fuego ya no rugía. Solo el silencio quedaba. Un silencio tan espeso que parecía tragarse el aire, los sonidos, las palabras. El amanecer asomaba con timidez entre las ruinas de la mansión, cubriéndolas con una luz dorada que más parecía una burla que un consuelo. Laura seguía arrodillada frente al terreno carbonizado, con los ojos fijos en lo que alguna vez fue el hogar de sus hijos. Elian ya no estaba. Elian había elegido quedarse.

—No… no puede ser… —susurró, una y otra vez, como si las palabras pudieran reescribir la realidad—. No puede ser…

Julián permanecía de pie detrás de ella, inmóvil, con el rostro ennegrecido por el humo y el alma abierta en una herida que no sabía cómo cerrar..Había salvado a Laura.
Había destruido al monstruo. Pero había perdido a un niño. Leo y Elías estaban abrazados a pocos metros, cubiertos por una manta que un paramédico había dejado sobre sus hombros. Sus ojos eran dos pozos de sombra. Ni una lágrima, ni un gemido. Solo el vacío. Elías fue el primero en romperse.

—¿Por qué no lo detuviste? —le gritó a Julián, su voz quebrada— ¡Tú podías haberlo traído! ¡Eras su héroe!

Julián dio un paso hacia él, pero Laura se interpuso, temblando.

—Basta… —dijo con un hilo de voz— No fue su culpa, Elías.

—¡Sí lo fue! —sollozó el niño, cayendo de rodillas—.Papá… Elian… todos murieron por mí…

Leo se acercó lentamente y lo abrazó, hundiendo el rostro en su hombro.

—No digas eso… —murmuró—. Elian eligió quedarse porque nos amaba. Dijo que quería arreglarlo todo, ¿te acordás?

Elías negó, negando también al mundo.

—No quería que lo perdonemos quería morir.

Laura cerró los ojos. Las palabras se clavaron como espinas en su pecho. Recordó el último instante en que lo vio correr entre las llamas, gritando que los amaba. Recordó su rostro decidido, resignado, sereno. Y entendió, con el dolor más puro que una madre puede sentir, que su hijo había elegido el fuego como redención. Julián se acercó a ella, y sin decir palabra, la abrazó desde atrás. Sus brazos la envolvieron, pero ni el calor humano podía derretir el hielo que le pesaba en el alma.

—Lo intenté, Laura… —susurró él con la voz rota— Lo intenté todo.

Ella apoyó la frente en su pecho, llorando en silencio.

—Lo sé, Julián… lo sé…

Su mirada se perdió en el horizonte, donde aún flotaban columnas de humo que parecían manos del pasado alzándose desde el infierno.

Esa noche, el fuego ya era un recuerdo y la lluvia comenzó a caer, apagando los últimos rescoldos del infierno. En la casa de campo donde los refugiaron, Laura permanecía junto a la ventana, con una vela encendida. Sobre la mesa, un trozo de metal ennegrecido: el reloj de pulsera de Elian, hallado entre los escombros. El tic-tac se había detenido a las 3:17. La hora exacta en que la mansión colapsó.

Leo dormía abrazado a su hermano, pero incluso en sueños, sus rostros estaban tensos, marcados por la pérdida. Julián, sentado en la oscuridad, los observaba.
Sabía que el dolor no se iría. Sabía también que no era el fin. Laura habló sin girarse.

—¿Creés que su alma encontró paz?

Julián respiró hondo antes de responder.

—Elian no buscaba paz, Laura. Buscaba perdón.

—¿Y lo consiguió? —preguntó ella, apenas audible.

—Eso solo puede decidirlo el cielo… o el infierno. —Su voz tembló— Pero lo que sí sé, es que su sacrificio no fue en vano. Si no fuera por él, todos estaríamos muertos.

Laura se giró por fin. Sus ojos estaban secos, pero su mirada ardía con una resolución nueva.

—Entonces que su muerte sirva para algo. Que su nombre no se pierda entre las cenizas.

Julián asintió.

—Así será.

Un trueno retumbó a lo lejos, y en el mismo instante, un destello cruzó la ventana. Laura alzó la vista, sorprendida.
Por un segundo, creyó ver a Elian. Empapado, sonriente, de pie junto al árbol donde solía jugar con sus hermanos.
La vela parpadeó violentamente y luego se apagó.

El corazón de Laura se estremeció.

—Julián… —susurró— ¿Lo viste?

Pero Julián ya estaba junto a la puerta, con la mirada clavada en el bosque. Entre las sombras, un niño corría.
Una silueta pequeña. Un eco familiar. Y una voz, llevada por el viento, murmuró:

—Todavía no terminó, papá.

El sonido del reloj en la mesa volvió a latir.
Tic.
Tac.

Y la oscuridad, una vez más, respiró.




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