La lluvia no había cesado desde el día del entierro..Parecía que el cielo mismo se negaba a cerrar las heridas que la tierra sangraba. Laura contemplaba desde la ventana el portón de la vieja casa donde ahora vivía junto a sus hijos. La prensa continuaba apostada frente al enrejado, cámaras encendidas, micrófonos alzados, esperando verla caer. Pero ella no lo haría. No esta vez.
Había pasado demasiado tiempo siendo la sombra de otra persona, una muñeca vacía dentro de una jaula dorada..Había fingido sonrisas, pronunciado votos bajo amenaza, y tomado fármacos que le robaban la voluntad. Aún podía sentir el sabor metálico de las pastillas que Adrián le obligaba a tragar cada mañana, diciendo con voz de seda:
Es por tu bien, mi amor. Para que no sufras.
Sufrir, sin embargo, era lo único que le permitía recordar que seguía viva. Julián lo sabía. Había sido el único que notó la mirada vacía detrás de sus ojos pintados, el único que se atrevió a preguntarle si realmente era feliz. Y por eso ahora lo llamaban asesino. El ruido de un auto frente al portón la sacó de sus pensamientos. Elías corrió hasta la ventana.
—Mamá… es el abogado.
Laura asintió, respirando hondo antes de abrir la puerta. El hombre entró empapado, con el maletín apretado contra el pecho y el ceño fruncido.
—Señora Montblanc —dijo con cautela— O debería decir… señora Varela, si es que alguna vez su matrimonio fue legítimo.
Laura lo miró con un gesto helado.
—Dígalo como quiera, señor Dávila. Lo que importa es lo que venga a decirme.
El abogado dejó el maletín sobre la mesa.
—El juicio se adelantó. Empieza en tres días.
Elías y Leo, sentados en el sofá, se miraron con miedo.
—¿Y Julián? —preguntó el menor—. ¿Va a salir?
El abogado bajó la mirada.
—Difícil. Los Montblanc son una familia poderosa. Están presionando para que el caso se catalogue como homicidio agravado y crimen pasional.
Laura cerró los puños.
—¿Y las pruebas de lo que Adrián me hacía? ¿Las cámaras, los informes médicos, las marcas en mi piel?
—Desaparecieron —respondió el abogado con resignación— Alguien las sustrajo del archivo de la fiscalía.
El silencio cayó pesado como plomo. Leo empezó a llorar, pero su hermano lo abrazó, intentando ser fuerte. Laura se volvió hacia la ventana, con la voz baja pero firme.
—Entonces tendré que crear mis propias pruebas.
Tres días después, el tribunal estaba colmado. Periodistas, curiosos y miembros de la alta sociedad llenaban los pasillos como buitres hambrientos de escándalo. Los flashes estallaban cada pocos segundos, pintando la escena con luces artificiales.
Julián entró escoltado por dos agentes.
Llevaba un traje sencillo, las esposas brillando bajo las luces blancas. Aun así, caminaba erguido, con el mismo aire de dignidad que siempre lo había definido. Cuando sus ojos se cruzaron con los de Laura, algo invisible los unió por un instante:.la certeza de que estaban del mismo lado, aunque el mundo entero jurara lo contrario.
El fiscal, un hombre de cabello gris y sonrisa cortante, se levantó con teatralidad.
—Señores del jurado —dijo con voz grave— estamos aquí para juzgar un crimen de pasión, de celos y ambición.
El acusado, Julián Varela, no solo destruyó la vida de un empresario ejemplar, sino que condenó al fuego a un niño inocente.
El murmullo del público fue inmediato.
Cámaras giraron, grabando cada reacción.
Laura apretó las manos sobre sus rodillas hasta que los nudillos se le pusieron blancos.
El fiscal continuó:
—La evidencia demuestra que el señor Varela mantenía una relación impropia con la esposa de su víctima, la señora Laura Montblanc, quien ahora pretende hacernos creer una absurda historia de cautiverio y manipulación. Una versión sin sustento, sin pruebas y francamente, producto de su fragilidad emocional.
Una risa sorda se alzó en la sala. Laura sintió que el aire se le atascaba en la garganta. Pero Julián giró la cabeza apenas, y con una mirada le pidió silencio. Ella entendió el mensaje:
no les des lo que quieren.
El primer testigo fue una de las enfermeras que había trabajado para Adrián.
—El señor Montblanc amaba a su esposa. Siempre cuidó de ella —dijo con voz temblorosa—. Las medicinas que tomaba eran recetadas por un médico particular.
Laura la miró con asombro. Esa mujer sabía perfectamente lo que contenían las píldoras. Pero la familia Montblanc la había comprado. El siguiente testigo fue el administrador de la mansión.
—Julián era un hombre celoso. Discutía constantemente con el señor Montblanc por asuntos personales.
Una semana antes del incendio, lo escuché decir:
Si no puedo tenerla, nadie la tendrá.
La mentira se deslizó por la sala como veneno. Laura se levantó de golpe.
—¡Eso es falso! —gritó— ¡Adrián lo odiaba porque lo descubrió intentando liberarme!
El juez golpeó la mesa con el mazo.
—¡Orden en la sala! Señora Montblanc, si interrumpe de nuevo será retirada.
Laura se dejó caer en el asiento, temblando.
Elías y Leo, en la primera fila, la miraban con lágrimas contenidas. Eran solo dos niños, pero comprendían mejor que nadie que la justicia no siempre estaba del lado correcto.
Mientras tanto, fuera del tribunal, la guerra mediática continuaba. En los noticieros, las imágenes del incendio se repetían una y otra vez. Periodistas opinaban con falsa empatía.
Fuentes cercanas aseguran que la relación entre Julián Varela y la señora Montblanc era más que laboral.
Expertos en psicología afirman que los celos pudieron haber motivado el crimen.
El hijo mayor de la víctima habría intentado proteger a su madre, pero murió en el intento.
Las redes sociales ardían. Miles de desconocidos opinaban sobre la vida de Laura, juzgando su silencio, su ropa, su llanto. Algunos la llamaban víctima, otros cómplice, y muchos, amante del asesino.