Prisionera De Su Obsesión

Heredero de las Sombras

El silencio dentro de la sala de audiencias era tan espeso que parecía tener peso.
Todos los presentes observaban a Alexander Montblanc como si fuera una estatua tallada en mármol: imperturbable, perfecto, elegante, y sin embargo terriblemente peligroso. Laura sintió que su respiración se volvía más superficial. Ese hombre tenía el mismo porte que Adrián, la misma sombra en la mirada, la misma calma depredadora… pero algo en él era peor. Adrián había sido un monstruo impulsivo. Alexander era un monstruo paciente.

—La familia Montblanc —continuó él— no puede permitir que la imagen de Adrián, mi hermano, sea mancillada por testimonios dudosos, editados o, en el peor de los casos, fabricados.

La palabra fabricados hizo que Laura apretara los dientes.

—El video no está editado —dijo su abogado, incorporándose con rapidez— Los peritos confirmaron su autenticidad hace unas horas.

Alexander lo miró con una sonrisa amable demasiado amable.

—Ah, los peritos del tribunal. Claro. Muy independientes.

El juez lo interrumpió con un golpe de mazo.

—Sr. Montblanc, limite sus comentarios a lo estrictamente necesario.

Alexander asintió con respeto teatral.

—Por supuesto, Su Señoría. —Luego giró ligeramente la cabeza hacia Laura— Mi intención no es faltar al respeto a la viuda de mi hermano.

Viuda. La palabra cayó como una daga. Laura sintió cómo se le tensaban los músculos del cuello. No era viuda por amor.
Era viuda por liberación. Sin embargo, Alexander la observaba como si fuera ella la culpable de todo. Cuando la audiencia terminó sin resoluciones, solo un cúmulo de tensión acumulada Julián fue escoltado nuevamente hacia los calabozos. Pero antes de que se lo llevaran, un instante fugaz ocurrió. Laura alcanzó a susurrar:

—No hables con Alexander. No confíes en él. No confíes en nada que lleve ese apellido.

Julián asintió apenas. Guardias lo apartaron, llevándolo por el pasillo. Laura sintió que le arrancaban algo del pecho al verlo desaparecer. En cuanto salió al exterior del edificio judicial, los flashes la cegaron.

—¡Sra. Montblanc, ¿qué opina de las declaraciones de Alexander Montblanc?!
—¡¿Es cierto que su matrimonio era feliz y que usted solo busca encubrir a su amante?!
—¡¿Confirma que era víctima de su propio esposo o es parte de una estrategia de defensa?!
—¡¿Qué papel jugó el niño fallecido, Elian, en el incendio?!
—¡¿Por qué no habla, señora?! ¿Qué oculta?!

Las palabras se multiplicaban como cuchillos. Laura apretó la carpeta de pruebas contra su pecho y avanzó sin responder. Las cámaras golpeaban los hombros de los policías tratando de acercarse a ella. Una mujer llegó a gritar:

—¡Asesina! ¡Por tu culpa murió el nene!

Laura se detuvo. La garganta le ardió. Elías, Leo, Elian todo su corazón estaba allí.

—Mi hijo murió por su padre —escupió finalmente, con una fuerza que nadie esperaba— Y Julián lo único que hizo fue intentar salvarnos. Todos.

Un silencio abrupto llenó el aire. Los periodistas recuperaron el aliento de inmediato, como lobos olfateando sangre fresca, pero Laura ya había entrado en el auto del abogado. En casa, la noche cayó como un manto pesado. Elías y Leo estaban en el sofá, abrazados a una manta. No habían encendido la televisión. No necesitaban ver nada para saber que estaban hablando de ellos.

Laura entró y los abrazó fuerte, uno a cada lado. Elías escondió el rostro en su pecho, temblando.

—Mamá —susurró— Ese hombre, Alexander ¿es igual que papá?

Laura tragó saliva. No quería mentirles. No podía.

—No —dijo con un hilo de voz— Es peor.

Leo levantó la cabeza.

—¿Nos va a hacer daño?

Laura tomó aire.

—No mientras yo esté viva.

Los gemelos la abrazaron más fuerte.
Laura sintió cómo el peso del mundo entero descansaba en su espalda. Tres horas después, cuando los niños ya dormían, alguien golpeó la puerta. Laura sintió un escalofrío. Miró por la mirilla. Su sangre se heló.

Alexander Montblanc, impecable, mojado por la llovizna, con una mano en el bolsillo y una sonrisa que no tocaba sus ojos. Laura no abrió.

—¿Qué quiere?

Alexander no parecía molesto.

—Hablar, Sra. Montblanc. Solo eso. ¿O debo recordarle que no es muy cortés hacer esperar a la familia? Laura sintió rabia, miedo y náuseas mezclarse.

—Mi familia está aquí adentro.
—Ah —respondió él con suavidad— Entonces deberíamos asegurarnos de que sigan aquí, ¿no cree?

La amenaza velada fue más fría que la lluvia.

—No volveré a ser prisionera de un Montblanc —dijo ella con rabia contenida.

Alexander rió bajo.

—Mi hermano fue excesivo. —Se acercó un paso— Yo no necesito cadenas. No necesito sedantes. Lo que necesito es silencio.

Laura apretó el puño.

—No voy a callar.

—Lo hará —susurró él— Porque usted ama a ese hombre. Y quiere que viva. ¿No es así?

Laura se quedó sin aire.

—¿Qué está diciendo?

Alexander inclinó la cabeza con elegancia cruel.

—Que hay muchas formas de desaparecer una prueba. Pero solo una de desaparecer a un testigo incómodo.

Una pausa. Luego añadió, con sonrisa gélida:

—Y el Sr. Varela es un testigo muy incómodo.

Laura dio un golpe seco a la puerta desde adentro.

—¡Aléjese de mi casa!

Alexander se humedeció los labios, divertido.

—Está bien. Por hoy.

Se inclinó ligeramente, como quien saluda antes de un baile.

—Buenas noches, Laura.

Y se alejó caminando despacio, sin mirar atrás. Cuando Laura bajó la vista, vio algo a sus pies: un sobre blanco, sin remitente, deslizado bajo la puerta. Con manos temblorosas lo abrió. Adentro había una foto. Una captura de cámara de seguridad.

Julián, solo, en el patio de la cárcel. Durmiendo en el suelo. Y detrás de él una figura oscura, con un cuchillo en la mano, acercándose mientras él no veía. En la parte inferior, escrito con elegante caligrafía:




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