El sobresalto no le permitió gritar. La foto temblaba entre sus dedos, como si estuviera viva. El hombre detrás de Julián, la sombra con el cuchillo, no era un preso común.
Laura lo sabía. Ese tipo de amenaza era limpia, calculada, profesional.
Alexander Montblanc no solo tenía contactos. Tenía sicarios. Laura dejó caer el sobre. La casa estaba en silencio, demasiado silencio. Como si las paredes contuvieran la respiración junto a ella. Salió corriendo hacia la habitación de los gemelos. Los encontró dormidos, respirando de forma regular. Sus pequeños cuerpos parecían empequeñecidos bajo las mantas.
El tableteo del corazón de Laura resonaba tan fuerte que creía despertar a medio vecindario.
No puedo perderlos. No puedo perder a Julian. No puedo perder otra parte de mi alma.
Cerró la puerta despacio. El teléfono sonó. Saltó del susto. Temblaba. No quería contestar. Pero sabía que debía hacerlo.
—¿Hola…?
Un silencio breve, y luego una voz profunda, modulada, desconocida:
—Sabemos que recibió la fotografía.
Laura se aferró al celular.
—¿Quién es?
—Eso no importa. Lo que importa es que Julián Varela está vivo ahora… pero no por mucho tiempo.
Laura apretó la mandíbula, con un temblor de furia.
—¡No le toquen un pelo! ¡Alexander Montblanc no puede…!
—Sra. Montblanc —lo interrumpió la voz, seca— Alexander no manda matones a prisión. Alexander manda órdenes. Somos nosotros quienes decidimos si se ejecutan… o no.
Laura sintió náuseas.
—¿Qué quieren?
Un click leve. Como si el interlocutor sonriera.
—Queremos lo mismo que Adrián quería antes de morir: obediencia. Haga una conferencia de prensa mañana. Declare que el video es falso. Que usted está confundida. Que Julián ejerció violencia. Que hubo engaño. Que usted y sus hijos estaban manipulados por él.
Laura sintió frío bajo la piel. Un frío que no había sentido desde las noches donde Adrián la drogaba y la dejaba encerrada hasta el amanecer.
—No voy a hacer eso —susurró.
—Entonces Julián morirá esta misma noche.
El teléfono se cortó. El silencio fue peor que la amenaza. Laura cayó de rodillas. Sus lágrimas fueron silenciosas, amargas. El mundo no le pedía valentía. Le pedía volver al infierno.
En la prisión, Julián no dormía. Sabía que algo estaba mal. Podía sentirlo en el aire, como un peso extraño. Había estado en situaciones de riesgo muchas veces mientras intentaba salvar a Laura. Pero esto era diferente. Un guardia abrió la puerta del pabellón.
—Varela. Levántate. Te quieren en la sala de entrevistas.
Julián frunció el ceño.
—¿A esta hora?
—No hagas preguntas.
Las luces de neón parpadeaban en el pasillo mientras lo escoltaban.vEl sonido de pasos no le gustó. Muy silenciosos. Muy medidos.
Cuando llegaron a la sala, el guardia abrió la puerta y se alejó sin mirarlo. Julián entró. La sala estaba a oscuras. Solo un hombre sentado. Pierna cruzada. Saco oscuro. Cabello perfectamente peinado. Alexander Montblanc. Julián se quedó de pie.
—Así que tú eres el nuevo verdugo —dijo.
Alexander sonrió como si estuviera en una cena de gala.
—No. Yo soy el encargado de reparar la reputación de mi hermano. Y tú… eres un obstáculo muy pequeño en medio de algo muy grande.
Julián se apoyó contra la pared. No iba a mostrar miedo.
—No vas a quebrarme.
—Ya lo hicimos una vez —replicó Alexander—. Cuando te arrebatamos a Laura. Cuando te arrebatamos a los niños. Cuando te arrebatamos a Elian.
Julián sintió el golpe como un puño en el pecho.
—No hables de él.
—Elian era brillante —continuó Alexander, con cruel delicadeza— Pero frágil. Se le podía manipular con facilidad. Como a su madre. Como a ti.
Julián avanzó un paso. Alexander levantó una ceja.
—Ten cuidado. Un guardia nervioso puede disparar sin querer. Sería una tragedia y una solución perfecta.
Julián apretó los puños.
—¿Qué quieres?
Alexander entrelazó los dedos.
—Quiero que Laura vuelva al lugar que le corresponde. Quiero que deje de hablar.
Quiero que deje de pensar que puede desafiar a la familia Montblanc. Y tú, quiero que entiendas que eres reemplazable. Un juguete roto en el camino.
Julián sostuvo la mirada sin pestañear.
—Laura no es tuya. Ni fue de tu hermano. Ella es libre.
Alexander inclinó la cabeza, como un depredador que escucha la respiración de su presa.
—La libertad no existe, Varela. Pregúntale a tu hijo caído. Pregúntale a tu propio dolor.
Se levantó.
—Si Laura no obedece… haré que tu muerte sea un mensaje. Pero si ella sigue mis instrucciones tal vez vivas lo suficiente para verla arrodillarse otra vez.
Julián quiso atacarlo. Hundir sus manos en su cuello. Romperle la mandíbula. Pero la puerta se abrió. Cuatro guardias entraron. Alexander se acomodó el saco.
—Fue un placer, Varela. Por favor… mantente vivo las próximas horas. No me arruines la advertencia para tu amada.
Se marchó sin volverse. Julián sintió que la sala se estrechaba. Todo era una trampa.
Todo.
En la casa, Laura revisaba una y otra vez los documentos. No podía exponerlos. No podía callarlos. Sus manos temblaban sobre el teléfono. Tenía que avisar al fiscal. Tenía que hacer algo. Pero lo que vio entonces la dejó paralizada.
Un mensaje nuevo. Sin remitente. Una foto. Los gemelos, dormidos en sus camas. Tomada desde dentro de la habitación. Laura gritó. Corrió escaleras arriba. Abrió la puerta del dormitorio. Los niños estaban allí. Respirando. Ilesos.
Pero la ventana estaba entreabierta.
Y sobre la almohada de Leo había un objeto pequeño: el mismo anillo Montblanc que Alexander había dejado caer en su puerta la noche anterior. Laura lo tomó con una mezcla de rabia visceral y terror absoluto.
—Basta —susurró— ¡BASTA!
Corrió a la sala. Tomó las llaves del auto.