ELÍAS — LA JAULA DEL LOBO
El cuarto era una celda disfrazada de habitación infantil: paredes blancas, luz tenue, una cama demasiado pequeña para resultar cómoda, y una cámara negra observándolo desde la esquina. Nada más. Elías estaba sentado en el piso, las rodillas contra el pecho, temblando por el frío y por algo peor: el miedo a volverse loco.
Había perdido la noción del tiempo..No sabía si habían pasado horas o días..Le daban comida sin sal, agua sin sabor..Nunca veía rostros..Solo manos enguantadas deslizando bandejas por debajo de la puerta.
Y voces desde los parlantes..Voces que lo atacaban sin descanso.
—Tu padre te quería. ¿Por qué lo traicionaste? Tu madre nunca te quiso de verdad. Elian murió por tu culpa.
—Y ahora tú vas por el mismo camino.
—No eres fuerte. No eres valiente. No eres suficiente. Eres un bueno para nada.
Elías lloraba sin sonido. Sus uñas estaban gastadas de apretar el suelo. A veces quería gritar. A veces quería dejar de sentir. Pero en ese silencio agónico algo cambió. Las luces parpadearon. Un viento frío recorrió la habitación, aunque no había ventanas abiertas.
Elías levantó la cabeza con miedo. Una figura apareció en la esquina. Pequeña.
Delgada. Con los ojos idénticos a los suyos. El corazón de Elías se detuvo.
—E… Elian… —susurró con la voz rota.
Elian sonrió, triste y luminoso.
—Hermano… No te rindas.
Elías parpadeó con fuerza, creyendo que era una alucinación.
—No estás aquí. Estás muerto. ¡Estás muerto! ¡Moriste por culpa de papá! ¡Murió por mi culpa!
Elian negó con suavidad. Su voz no tenía eco..Como si llegara desde dentro del corazón de Elías.
—Morí por mis actos. No por los tuyos. Y ahora tú tienes que vivir por los dos.
Elías se cubrió el rostro con las manos.
—No puedo… Alex… Alex quiere… quiere arrancarme de mamá… quiere romperme… ¡No puedo, Elian! ¡No puedo!
El espíritu se acercó y se arrodilló frente a él.
Su forma era ligera como humo, pero su mirada tenía peso.
—Te equivocás —susurró Elian — Sos más fuerte que papá. Sos más fuerte que Alex. Sos más fuerte que todos nosotros juntos.
Siempre lo fuiste.
Elías sollozó. Su pecho ardía.
—Tengo miedo…
Elian lo abrazó. O eso sintió Elías: un calor leve, una presencia amable, un amor que no había desaparecido en el fuego.
—Yo también tuve miedo —admitió Elian— Y por eso te necesito vivo. Para que no repitas mis errores. Para que salves a mamá. Y a Leo. Y a vos mismo.
Las luces volvieron a parpadear. La figura empezó a desvanecerse.
—¡No te vayas! —gritó Elías.
Elian sonrió.
—No me voy. Siempre estoy con vos. Solo despertá.
Y desapareció. Elías quedó solo en la habitación silenciosa. Pero ya no era el mismo niño que había entrado allí. Se limpió las lágrimas. Se puso de pie. Miró la cámara directamente.
—No voy a romperme. ¿Me escuchás, Alex?
No voy. A romperme.
Laura estaba en un cuarto oscuro, con las manos atadas con sogas gruesas..Había llorado hasta quedarse sin lágrimas. Había gritado hasta quedarse sin voz. Ya no quedaba nada en ella. Nada salvo la rabia. De pronto, la puerta se abrió y una mujer entró. No era guardia. Era la asistente de Alexander: delgada, vestida de negro, con ojos vacíos. Traía una bandeja con comida.
—Come —ordenó— Vas a necesitar fuerzas.
Laura levantó la mirada lentamente.
—Para qué —preguntó— ¿Para ver cómo torturan a mi hijo?
La asistente sonrió sin emoción.
—El señor Montblanc quiere que entiendas que puedes evitar mucho dolor si obedeces.
Laura inclinó la cabeza. La soga le rozó la piel marcada..La asistente se dio vuelta para irse. Y fue un error. Laura se inclinó hacia adelante, sostuvo el borde de la bandeja con los dientes y la hizo caer al suelo con un estruendo brutal. La asistente giró, furiosa.
—¿Qué hiciste, maldita?
Laura se impulsó, levantó la rodilla y la golpeó directamente en la tráquea. La mujer cayó al suelo, jadeando. Laura, aún atada, rodó por encima de ella, buscó en su cintura. Y encontró lo que necesitaba: una navaja pequeña. Tardó un minuto eterno en cortar sus sogas. Cuando por fin liberó sus manos, respiró hondo. Y murmuró:
—Ya no soy tu prisionera, Adrián. Ni tuya, Alexander. Ni de nadie nunca más.
Abrió la puerta. Y escapó hacia la oscuridad del pasillo. Una mujer frágil ya no existía. Ahora era una madre furiosa. Una mujer con algo que defender. Una mujer dispuesta a matar.
LEO & JULIÁN — EL PRIMER PASO DE LA GUERRALeo estaba arrodillado frente a Julián, llorando y temblando de frío y miedo.
—Se lo llevaron ¡se llevaron a mamá y a Elías! —gritaba— ¡Julián, tenés que salvarlos! ¡Vos sos fuerte! ¡Vos podés!
Julián sintió que las palabras le atravesaban el pecho.
Laura.
Elías.
Leo.
Su familia.
Su razón.
Su vida.
Se arrodilló frente a Leo y lo tomó por los hombros.
—Escuchame —dijo, con una voz grave y suave— no voy a dejarlos morir. Te lo prometo. Pero necesito que seas valiente. ¿Podés hacerlo?
Leo asintió, llorando.
—S-sí…
—Bien —respondió Julián— Entonces vamos a encontrarlos juntos.
El chico lo miró con lágrimas nuevas.
—¿Sabés dónde están?
Julián respiró hondo.
—Sí. Y si queremos salvarlos, tenemos que apurarnos.
Leo se secó el rostro con la manga.
—¿Por dónde empezamos?
Julián se levantó, apretó el arma robada en la prisión, miró el horizonte y sintió cómo el monstruo que había intentado sepultar dentro de sí regresaba. Pero esta vez no era un monstruo que destruía. Era uno que protegía.
—Por Alexander —respondió Julián— Voy a arrancarle de las manos lo que se atrevió a tocar.
Leo se aferró a su camisa.
—¿Y si es demasiado tarde?