Prisionera De Su Obsesión

Cuando la Luz Aprende a Morder

La mansión Montblanc dormía bajo una luna violeta y pesada, como si el cielo mismo temiera asomarse a los secretos que sus paredes resguardaban. Afuera, el bosque era un animal inmóvil. Adentro la oscuridad se movía Y esa noche, por primera vez en muchos años, la oscuridad empezaría a temblar.

ELÍAS — EL NIÑO QUE NO SE ROMPIÓ

El Salón Rojo no llevaba ese nombre por casualidad. Las paredes estaban tapizadas con terciopelo escarlata; lámparas antiguas iluminaban un círculo central de piso negro brillante donde generaciones enteras de la familia Montblanc realizaban sus rituales de poder, manipulación y control. Ahí se cerraban acuerdos, se destruían reputaciones y se sellaban destinos humanos.

Y ahora ahí tenían al pequeño Elías. Lo arrastraron de la celda por los brazos sin decir palabra. Las manos enguantadas lo sujetaban con una fuerza que casi le cortaba la circulación. El niño respiraba con dificultad, pero no lloraba. No iba a llorar. Elian no quería que llorara. Y él tampoco pensaba darle a Alexander ese gusto. La habitación estaba vacía al principio. Solo el silencio y su respiración.

Luego, una puerta invisible se abrió en la pared y Alexander Montblanc entró como si estuviera llegando a una ópera. Traje oscuro. Cabello impecable. Una copa de vino en la mano.

—Qué bueno verte, Elías — dijo como si estuviera recibiendo a un sobrino consentido.

Elías no respondió. Alexander sonrió, complacido por la insolencia.

— ¿Sabes por qué estás aquí?

Elías levantó la mirada, desafiante.

— Porque tenés miedo de que no nos dobleguemos — dijo con la voz temblorosa, pero firme— Vos creés que somos como papá. Pero no lo somos.

Alexander soltó una suave risa.

— Qué criatura tan encantadora. Trágica, pero encantadora. Tu hermano también decía cosas así, ¿sabías?

El corazón de Elías se heló.

—No compares a Elian conmigo.

—Oh, no lo haría —respondió Alexander— Elian era más útil. Más moldeable. Más sacrificado.

La copa tintineó suavemente mientras daba un paso más.

—Pero vos —lo señaló con un dedo largo, elegante — vos sos feroz. Y eso me interesa más.

Un chasquido de dedos bastó para que dos guardias lo soltaran. Elías se tambaleó, pero no cayó. El Salón Rojo parecía latir alrededor de él, como si las paredes respiraran.

—Te traje aquí —continuó Alexander— porque quiero saber cuánto tarda la oscuridad en entrar en un corazón que todavía cree en la luz.

Elías apretó los dientes.

—Nunca vas a entrar en mí.

Alexander sonrió como un lobo satisfecho.

—Ya estoy dentro, pequeño. Desde el momento en que viste morir a tu hermano.

Elías sintió una punzada insoportable. Elian.
El fuego. La culpa. La oscuridad quemándole el pecho. Y entonces la voz volvió.

Hermano. No escuches su veneno.

Elías abrió los ojos, sorprendido. Elian estaba ahí, a su lado, sentado en el suelo como cuando jugaban de pequeños. Estaba más nítido esta vez, como si la luz del salón no pudiera tocarlo.

No es real —susurró el espíritu— No dejes que te robe lo que te queda.

Alexander lo observaba con atención.

—¿Qué ves, niño? —preguntó suavemente—. ¿A tu hermano muerto? ¿Lo oyes en tu cabeza?

Elías respiró hondo.

—Sí —dijo— Y me está haciendo más fuerte que vos.

Alexander dejó de sonreír. El silencio que siguió no era normal. El aire se volvió espeso. El color del salón pareció oscurecerse. Algo dentro de Alexander se quebró.

—Bien —susurró, dejando la copa a un lado— Entonces haré esto más interesante.

Chasqueó los dedos de nuevo. Un guardia trajo un maletín metálico. El sonido del cierre al abrirse resonó en toda la habitación como una amenaza afilada. Adentro había:

Cables.
Electrodos.
Agujas.

Un pequeño monitor de frecuencia cardíaca. Elías retrocedió un paso.

—No pienso torturarte —dijo Alexander, como si explicara una lección de laboratorio— Eso sería ordinario. Yo voy a probar algo diferente.

Sacó un pequeño dispositivo negro, parecido a un audífono.

—Esto reproduce, amplifica y distorsiona sonidos específicos del cerebro. ¿Sabés qué significa? —se agachó a su altura— Que puedo hacerte escuchar tus peores recuerdos hasta que ruegues que te arranque la cabeza.

Elías tragó saliva. Elian puso una mano incorpórea sobre su hombro.

No tengas miedo. Él se alimenta de eso. Vos no se lo des.

Alexander colocó el dispositivo en la sien derecha del niño.

—¿Listo? —preguntó con tono afable.

Elías lo miró fijamente.

—No vas a ganarme.

Alexander activó el dispositivo. Y la habitación explotó en voces. Gritos. Llantos. Los de Elian. Los de su madre. Los suyos propios. Un fuego que no estaba ahí lo envolvió. El olor a humo.
El ruido de cristales. La voz de Adrián gritando:

¡Obedeceme!

Elías cayó de rodillas, jadeando, temblando.

—¿Te gusta? —preguntó Alexander, divertido— Esto es tu culpa. Todo lo que pasó. Todo lo que perdiste.

No escuches —susurró Elian, aunque su voz parecía debilitada por cada segundo— Resistí. Resistí…

Elías gritó. El sonido no salió como un grito humano: era animal, primitivo, desgarrado. Pero no era de miedo. Era de furia. La pantalla del monitor reventó con un chispazo. El dispositivo en su sien explotó en un destello. Elías se desplomó al suelo. Alexander retrocedió, sorprendido.

—¿Qué?

El niño levantó la cabeza. Sus ojos ya no temblaban.

—No podés romperme —jadeó— Yo… ya estuve roto.

Y se puso de pie, temblando, sudoroso, pero erguido. Una sombra de orgullo cruzó el rostro del espíritu de Elian. Alexander murmuró:

—Interesante. Muy interesante.

Y chasqueó los dedos. Los guardias avanzaron.

—Llévenlo al Nivel 4. Ya no estamos jugando.




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