La explosión del Nivel 4 no fue ruidosa. No hubo fuego, ni chispas, ni columnas de humo escapando hacia el cielo. Fue un sonido sordo, contenido, como si el edificio mismo hubiera exhalado su último aliento. Las luces parpadearon una vez. Y luego, la mansión Montblanc quedó en silencio. Para Alexander Montblanc, aquel silencio fue música.
Se apartó del monitor central, donde los tres contadores habían llegado a cero. Donde se veía, sin posibilidad de duda, cómo el gas nervioso inundaba los pasillos..Primero el corredor donde avanzaba Laura, que se desplomó con las manos sobre el pecho, su cuerpo sacudiéndose en un espasmo final.
Luego el pasillo de Julián, quien cayó de rodillas intentando arrastrarse hacia el laboratorio, hasta que su cuerpo no respondió más..Finalmente, la cámara térmica del laboratorio mostró cómo el gas llenaba la habitación. Elías, aún atado a la camilla, intentó gritar, pero sus pulmones fallaron antes de que pudiera. La pantalla pasó a negro. Alexander sonrió.
—Terminó —susurró, suavemente, como si le hablara a un ser querido.
Detrás de él, sus tres asistentes los mismos que Victor, su hermano Adrián, había entrenado años atrás lo miraban con devoción.
—¿Desea verificar los cuerpos, señor? —preguntó uno.
Alexander negó con un gesto casi paternal.
—No es necesario. Están muertos. —Miró los restos del sistema colapsado— Este edificio ha servido su propósito. Vámonos.
Se dio vuelta sin mirar atrás. Mientras ascendían por las escaleras de emergencia, dejando atrás la oscuridad, Alexander sintió algo parecido a paz..Su hermano Adrián había sido destruido por tres personas: Laura, la esposa que no supo obedecer. Julián, el hombre que se atrevió a desafiar la sombra de Adrián; Y Elías, el hijo que había traicionado la sangre Montblanc. Ahora todos ellos estaban muertos. El equilibrio había sido restaurado.
Leo: El niño al que le arrancaron el mundoLeo estaba sentado en el sofá grande de la mansión Montblanc cuando Alexander entró. El niño tenía las rodillas apretadas contra el pecho. No lloraba. No hablaba. No se movía. Solo miraba un punto fijo en la pared.
Alexander se acercó con suavidad. Había aprendido a modular su voz para hablar con niños. Un talento heredado de Adrián, quien siempre sabía cómo deslizar palabras en las mentes frágiles.
—Leo —dijo, arrodillándose frente a él— Lamento lo que voy a mostrarte. Pero es importante saber la verdad.
El niño no reaccionó. Alexander encendió la tablet. Apareció la grabación. El momento exacto en que Elías, aterrado, con las lágrimas mezcladas con sangre, seleccionaba forzado por el sistema que lo ttorturaba, el pasillo donde estaba su madre.
Laura cayendo.
Julián cayendo.
Elías muriendo después, solo.
Leo tembló. Pero no lloró. Alexander lo observó con interés clínico.
—Tu hermano eligió —dijo en voz baja— Y las consecuencias fueron inevitables.
Leo abrió la boca por primera vez en horas.
—Él nunca… nunca haría eso…
Alexander apoyó una mano en su hombro.
—Todos eligen cuando son puestos bajo presión. Todos. Incluso los que amamos.
Leo apretó los dientes.
—No… no… mamá… Elías… Julián… —Las palabras salían rotas—. No puede ser… no puede ser…
Alexander tomó aire. Miró al niño con esa mezcla de compasión fingida y superioridad que había aprendido de Adrián.
—Ahora estás conmigo. Y voy a cuidarte. No te dejaré solo. No como ellos.
Leo dejó de parpadear. Toda expresión desapareció de su rostro..Como si alguien hubiera apagado una luz dentro de él. Alexander lo miró satisfecho.
—Bien. Muy bien. Es mejor olvidar el dolor. Es mejor no sentir. Es mejor… obedecer.
Se levantó. A sus hombres les dio una orden simple:
—Prepárenlo. Quiero que lo internen hoy mismo. Un psiquiátrico infantil. Privado. Seguro. Nadie debe saber dónde está.
Los secuaces asintieron. Leo no dijo una palabra cuando lo levantaron de los brazos.
No lloró cuando le colocaron el abrigo..No protestó cuando un médico desconocido le inyectó un sedante leve. No había nada que protestar. Su mundo había muerto esa noche.
Mientras el auto negro que transportaba a Leo se alejaba, Alexander se quedó en el camino de entrada de la mansión Montblanc, observando las luces desaparecer en la oscuridad..Una calma profunda lo envolvió.
—Por vos, Adrián —susurró— Por vos, hermano. Ya está hecho.
Su venganza estaba completa. La mujer que destruyó a Adrián..El hombre que lo enfrentó.
Los hijos que no lo defendieron. Todos habían sido borrados. El apellido Montblanc, ese que había dominado la economía y la política durante décadas, volvía a imponerse..Quizás no quedaban herederos. Pero sí quedaba el legado..Y él era su guardián. Alexander subió al automóvil que lo esperaba.
—A casa —ordenó.
Mientras el chofer ponía el motor en marcha, un pensamiento fugaz cruzó su mente.
¿Y si algo salió mal?
Lo desechó en el acto..La muerte es simple. La vida deja rastros. Y allí adentro ya no quedaba vida. No había nada más que revisar.
La verdad detrás de la muertePero Alexander Montblanc, por primera vez en su vida, estaba equivocado. Muy equivocado. A unos kilómetros de distancia, en un hospital clandestino sin identificación, tres cuerpos se mantenían conectados a respiradores, sus signos vitales débiles pero presentes.
Una doctora con cabello recogido y manos firmes revisaba los monitores con precisión quirúrgica.
—Los tres siguen estables —informó a la figura encapuchada que observaba desde la penumbra— Pero será un proceso largo. La toxina que utilizaron no era letal si se cortaba a tiempo pero sí devastadora.
La figura habló con voz grave:
—¿Cuándo despertarán?
—Laura podría hacerlo primero. Su organismo reaccionó bien al antídoto.
—¿Y Julián?
—Su cuerpo está maltratado, pero resistirá.
—¿Elías? —preguntó la figura, con un hilo de angustia en la voz.