La infiltración — “Los muros nunca fueron el problema”
La camioneta negra avanzó lentamente por el camino de tierra, atravesando un bosque de pinos tan altos que parecían tocar el cielo. La neblina de la mañana lo cubría todo con una quietud antinatural. Julián, sentado en el asiento del acompañante, observaba el paisaje con una concentración feroz. No era solo un rescate. Era una cacería. Y Alexander había elegido bien su escondite. Detrás del volante, Nerea murmuró:
—Ya casi estamos. El psiquiátrico se ve después de la curva.
—¿Cuántos guardias? —preguntó Julián sin apartar la vista.
—Mínimo doce. Turnos rotativos. Seguridad privada. Sin registro de pacientes. Sin visitas. Sin inspecciones estatales.
Julián apretó la mandíbula.
—Un infierno perfecto para niños.
Elian, sentado atrás con la capucha puesta, trasteaba nerviosamente con un pequeño dispositivo.
—¿Y el sistema de cámaras? —preguntó Julián.
—Ya estoy dentro —respondió Elian— Apagué el circuito en los perímetros exteriores y ralentizé los sensores internos. Van a creer que tienen interferencia climática.
—Bien —respondió Julián— Mantén conmigo la comunicación constante.
Elian asintió, aunque su expresión se tensó.
—Pero, Julián hay algo que debo advertirte. El psiquiátrico no es un lugar de castigo físico. Es algo peor. Quieren que los niños dejen de sentir. Si Leo ya pasó por varias sesiones…
Julián cerró los ojos un instante. El vacío emocional en un niño era más difícil de revertir que un hueso roto.
—No importa lo que hayan hecho —dijo finalmente— Vamos a traerlo de vuelta.
La camioneta se detuvo. Frente a ellos apareció la construcción. Un edificio blanco, sin ventanas en la planta baja, rodeado por un cerco eléctrico y jardines demasiado perfectos. Parecía más una clínica estética que un psiquiátrico. Justo como Alexander quería: hermoso por fuera, monstruoso por dentro. Julián respiró hondo.
—Empieza el juego.
La mente de Leo — “Donde el silencio toma forma”Leo estaba sentado en el borde de la cama, con los pies colgando, mirando la pared blanca. Nada se movía dentro de él. Nada dolía. Nada importaba.
—¿Cómo te llamás? —preguntó una voz suave.
Leo no respondió. Era una de las enfermeras. Su trabajo era hablarle. Como si hablar con un cuerpo vacío pudiera llenarlo. Ella suspiró.
—Leo, hoy tendrás sesión. Quieren evaluar tu progreso. Si seguís así de tranquilo, podrá disminuirse la medicación.
Leo continuó mirando la pared. La enfermera se acercó. Algo en sus ojos tembló.
—Pequeño no sé qué te hicieron antes de llegar aquí. Pero este lugar no está bien. Tenés que pelear, ¿sí? Tenés que…
La puerta se abrió. Un guardia la llamó.
—Se terminó el tiempo. Llevátelo.
La enfermera retrocedió..Su rostro se apagó. Leo se dejó llevar. Sus pies arrastraban en el suelo encerado. Pero cuando pasaron frente a un espejo, algo lo obligó a detenerse. Su reflejo. Los ojos vacíos que lo devolvían. El niño muerto que era él.
—Leo…
La voz no venía del espejo. Venía de su cabeza. Un eco conocido. Tibio. Cargado de vida. Leo parpadeó. La enfermera lo miró sorprendida.
—¿Leo?
Él no respondió. Tenía la mirada clavada en el espejo. En el reflejo, detrás de él, por un instante, una silueta se dibujó. La de Elian. Su hermano muerto. Su hermano vivo. Su hermano que no podía estar ahí. Leo no respiró.
—No estás solo. No te dejé. Encontrame.
Leo abrió la boca, pero ningún sonido salió. Un tirón brusco de un guardia lo sacó del trance.
—Vamos, chico.
Lo arrastraron por un pasillo largo. Puertas cerradas. Gritos apagados. Juguetes rotos. Leo no reaccionó. Pero dentro de su cabeza, un latido comenzó a resonar.
—No te rindas, Leo. Estoy viniendo…
Julián entra al infiernoNerea se quedó en la camioneta monitoreando el sistema. Julián avanzó por el perímetro con la precisión de un soldado entrenado. Elian le hablaba por un auricular pequeño:
—Tenés treinta segundos antes de que el sistema detecte actividad anómala. Subí por ahí.
—Copiado.
Julián saltó una verja baja, rodó entre arbustos y llegó al muro lateral del edificio. Una ventana del segundo piso estaba entreabierta.
—Esa —indicó Elian— Es una sala de observación.
Julián escaló usando una tubería. Entró por la ventana con sigilo absoluto. La sala estaba vacía. Pero en la mesa había una carpeta. El nombre en la portada lo hizo apretar los dientes:
LEO MONTBLANC — Paciente Prioritario.
La abrió. Fotos. Notas. Observaciones clínicas: Paciente no verbal, Respuestas emocionales suprimidas, Sujeto apto para programa nivel 2.
Nivel 2. Un tratamiento irreversible. Julián sintió un fuego oscuro nacerle dentro.
—Elian —dijo en voz baja— ¿Dónde está?
El niño contestó desde el laboratorio:
—Segundo piso, sector norte. Lo llevan a sesión en cinco minutos.
Julián salió de la sala. Corrió. Pasillos blancos. Puertas numeradas. Cámaras apagadas. Una enfermera lo vio y abrió la boca para gritar. Julián la sostuvo por el brazo, la inmovilizó con delicadeza.
—No estoy aquí para lastimar a nadie —susurró— Solo quiero al niño. ¿Dónde está Leo?
Ella tembló.
—Sala 2-17 pero no vaya allí, por favor, el director no es un hombre seguro…
Julián le apretó el hombro con empatía.
—Lo sé.
La soltó. Corrió hacia la sala 2-17.
La puerta que nadie debía abrirLeo estaba sentado en una silla metálica dentro de la sala de terapia. Una lámpara fuerte apuntaba directo a su rostro. El terapeuta lo observaba con una frialdad quirúrgica.
—Buen día, Leo. Vamos a continuar con el proceso de vaciamiento emocional. ¿Recordás la última sesión?