El amanecer llegó con el sonido lejano de la lluvia cayendo sobre los ventanales.
La mansión Draven se despertaba lentamente, pero en su interior aún reinaba el mismo aire denso que la noche anterior había dejado.
Luna llevaba apenas unas horas dormida. Sus ojos ardían, y su mente no dejaba de repetirse una y otra vez las palabras de Kael:
“No estoy seguro de poder contener la oscuridad cuando tú estás cerca.”
Esa frase se le había quedado grabada, como si la hubiera marcado por dentro.
Quiso pensar que solo era una advertencia, pero había algo más en su voz, algo que no supo nombrar.
Se vistió rápido, se recogió el cabello y bajó a la cocina para ayudar con las tareas de la mañana.
Los murmullos empezaron apenas cruzó la puerta.
—Dicen que anoche alguien caminaba por el vestíbulo —susurró una de las cocineras.
—Y que el señor Draven salió de su despacho a buscarla —respondió otra—. Nunca hace eso.
Luna fingió no oír. Siguió con su trabajo, aunque sentía que cada palabra se clavaba en su espalda.
Sabía que si alguien descubría que la “intrusa nocturna” era ella, no tendría dónde ir.
La mansión era su refugio y su cárcel al mismo tiempo.
A media mañana, el mayordomo apareció en la puerta.
—Luna, el señor Draven desea verte en el invernadero.
Ella se quedó inmóvil.
—¿Ahora?
—Ahora —repitió él, sin darle tiempo a pensar.
El invernadero estaba al fondo del jardín, rodeado de cristal y lleno de rosas oscuras que parecían absorber la luz.
El aire olía a tierra húmeda y a algo más… algo como metal, como si el lugar guardara secretos.
Kael estaba allí, de pie junto a una mesa de mármol, revisando unos documentos.
Ni siquiera levantó la vista cuando ella entró.
—Cierra la puerta.
Luna obedeció.
Su voz sonaba tan firme que hacía temblar hasta el aire.
—¿Sabe por qué la llamé? —preguntó él sin mirarla.
—No, señor.
Kael alzó la vista. Sus ojos grises la buscaron, penetrantes, como si quisiera leer lo que había dentro de ella.
—Porque anoche desobedeciste una orden.
Luna sintió que el corazón se le encogía.
—No fue mi intención, señor. Solo… no podía dormir.
—Así que decidiste recorrer mi casa, mirar mis retratos y hacer preguntas.
—No hice daño a nadie —intentó defenderse.
Kael dejó los papeles a un lado y se acercó.
—No entiendes —murmuró—. Hay lugares en esta mansión donde ni siquiera yo duermo tranquilo.
Luna levantó la cabeza, sorprendida por su tono. No era furia lo que escuchó, sino algo más profundo: un cansancio, un peso.
—¿Por eso me pidió que no volviera a bajar? —preguntó con suavidad.
Kael la miró en silencio. El reflejo del vidrio detrás de él mostraba ambos rostros, tan cerca que parecía que el aire los empujaba a encontrarse.
—Por eso y por algo más —dijo al fin—. No me gusta cuando alguien despierta cosas que creía enterradas.
Luna no supo qué responder. Podía sentir la tensión en su pecho, el miedo y la atracción mezclándose hasta volverse una sola cosa.
—Yo no quise…
—No importa lo que quisiste —interrumpió él, más cerca que antes—. A veces el deseo no pregunta. Solo ocurre.
Sus palabras la desarmaron. No era una amenaza, pero sonaba igual de peligrosa.
El silencio se alargó.
Afuera, el cielo rugía con un trueno, y por un instante la luz iluminó el rostro de Kael: no había dureza, sino duda.
—Señor Draven… —susurró ella.
Él dio un paso atrás, rompiendo el momento.
—Vuelve a tus labores, Luna.
—¿Eso es todo?
—Por hoy. Pero recuerda esto: la próxima vez que entres en mis dominios, no responderé de mí.
Y sin decir más, salió del invernadero, dejando tras de sí el olor a lluvia y una sensación que Luna no supo si era alivio… o pérdida.
Se quedó mirando las rosas oscuras, sintiendo que algo crecía en silencio entre ellos.
No era amor todavía.
Era algo más peligroso: el comienzo de lo inevitable.