Prisionera del Destino

Capítulo 4 – La distancia que quema

El amanecer llegó envuelto en neblina.

Los ventanales de la mansión Draven reflejaban un cielo gris, casi melancólico, como si el clima imitara lo que Luna sentía dentro.

Había pasado toda la noche en vela.

Cada vez que cerraba los ojos, recordaba el momento en que Kael se acercó tanto que pudo sentir su respiración.

Su voz, su mirada, su advertencia.

“La próxima vez que entres en mis dominios, no responderé de mí.”

La frase se repetía en su mente, pero lo que más la perturbaba no era el miedo… sino el deseo de entender qué había detrás de esas palabras.

Mientras lavaba la loza en la cocina, escuchaba las risas del resto del personal, los pasos, el tintinear de los platos. Todo sonaba lejano, como si estuviera fuera de su propio cuerpo.

De pronto, una voz la sacó de su trance.

—¿Luna? —era Elena, la encargada del área de servicio—. El señor Draven ha pedido que limpien el ala oeste. Tú te encargarás del despacho del segundo piso.

Luna dejó caer la cuchara que sostenía.

—¿El despacho del señor?

—Sí. ¿Hay algún problema?

Ella quiso decir que sí, que había un enorme problema.

Quiso decir que no soportaba la idea de volver a sentir esa mirada clavada en su espalda, o ese silencio cargado que la dejaba temblando.

Pero no dijo nada.

—No, ninguno —respondió con voz débil.

El despacho olía a madera oscura y a algo más… a Kael.

Cada rincón parecía impregnado de su presencia.

Las estanterías llenas de libros, los cuadros antiguos, el reloj de péndulo marcando el tiempo con un sonido casi hipnótico.

Luna pasó el paño por el escritorio sin mirarlo directamente, como si temiera que los recuerdos de la noche en el invernadero pudieran materializarse.

Mientras limpiaba, su mirada cayó sobre un retrato apoyado en la repisa.

Era una mujer.

Joven, elegante, con el mismo tono de ojos grises que Kael.

Su sonrisa era dulce… pero sus ojos estaban llenos de tristeza.

—No deberías tocar eso.

La voz la atravesó como un relámpago.

Kael estaba en la puerta, observándola.

Luna dio un salto, dejando caer el paño.

—Lo siento, señor… yo no…

—Siempre dices eso. “No quise”, “No fue mi intención”. —Avanzó despacio, su tono era bajo, controlado, pero cada palabra pesaba—. ¿Por qué te cuesta tanto obedecer?

—No estaba tocando nada, solo limpiaba.

Kael se detuvo frente a ella.

Su proximidad era abrumadora, su mirada, una prisión.

—Esa mujer del retrato no necesita que la limpien —dijo con frialdad—. Está muerta.

Luna bajó la vista.

—Lo siento…

Él suspiró.

Por un instante, la tensión en su rostro se suavizó.

—Era mi madre —confesó con voz más baja—. Y cada vez que alguien la mira, recuerdo lo poco que me parezco a ella.

Luna levantó los ojos con timidez.

—No debería decir eso, señor. Ella se ve… llena de luz.

Kael la observó con atención, como si intentara descifrar si hablaba en serio.

—¿Y yo? —preguntó de pronto—. ¿Qué ves cuando me miras a mí?

Luna se quedó muda.

El silencio se volvió una cuerda tensada entre ambos.

No sabía si responder la verdad o protegerse.

Pero al final, sus labios temblaron al decirlo:

—Oscuridad. Pero… no del todo mala.

Kael dio una leve sonrisa. No una de burla, sino de sorpresa.

—Eres valiente, Luna. Demasiado para tu propio bien.

Ella quiso retroceder, pero sus pies no obedecieron.

Kael se inclinó apenas, lo suficiente para que su aliento rozara su mejilla.

—Y ese es tu error —susurró—. En esta casa, la valentía puede costarte caro.

El sonido de la puerta del pasillo los hizo separarse de golpe.

Una de las doncellas asomó la cabeza.

—Señor Draven, el señor Branton lo espera en el estudio.

Kael ni siquiera la miró.

—Dile que esperar no le hará daño.

Luna aprovechó el instante para dar un paso atrás.

—¿Desea que continúe con la limpieza o…?

Kael se giró lentamente hacia ella, con esa calma que escondía tormentas.

—No. A partir de ahora, trabajarás en el ala este.

Ella parpadeó, sin entender.

—¿Está… castigándome?

—Te estoy alejando —respondió él—. No confío en mi paciencia cuando estás cerca.

Y se marchó.

Esa noche, Luna cenó en silencio.

El comedor del personal estaba lleno, pero nadie parecía notar su ausencia de ánimo.

El corazón le pesaba.

Por primera vez en mucho tiempo, había sentido algo parecido a… ser vista.

Y justo cuando empezaba a entender esa conexión, él la apartaba.

En su habitación, se sentó junto a la ventana.

Afuera, el jardín estaba cubierto por la bruma.

Podía distinguir el invernadero a lo lejos, donde todo había comenzado.

Cerró los ojos, recordando el rostro de Kael, su voz, la manera en que su presencia llenaba el aire.

Pero también recordó otra voz, del pasado, una más dulce, femenina, lejana: la de su madre.

“Nunca dejes que un hombre te haga olvidar quién eres, Luna. Ni siquiera si su mirada parece el cielo mismo.”

Una lágrima rodó por su mejilla.

No sabía si Kael era su destino… o su ruina.

Pero lo que sí sabía, con una certeza que le helaba el alma, era que huir no serviría de nada.

Porque incluso en la distancia, él ya vivía en su mente.

Y tal vez, muy pronto, también en su corazón.




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