El día amaneció cargado de nubes densas, pesadas, como si el cielo supiera que algo estaba a punto de romperse.
En la mansión Draven, los pasos sonaban distintos: más apresurados, más inquietos. El personal iba y venía con bandejas, flores nuevas, y ese aire de expectativa que precede a los eventos importantes.
Luna notó el cambio desde temprano.
No sabía qué ocurría, pero los murmullos viajaban rápido entre las paredes de piedra.
—Viene alguien —susurró Elena, mientras acomodaba un jarrón—. Alguien que el señor Draven no veía desde hace años.
—¿Quién? —preguntó Luna, tratando de sonar indiferente.
—No lo sé con certeza, pero dicen que fue… importante para él. Muy importante.
El corazón de Luna se encogió sin razón. Intentó concentrarse en su trabajo, pero cada palabra le perforaba el pecho.
Desde el invernadero hasta la cocina, el aire parecía distinto, más tenso, más pesado.
A media mañana, mientras limpiaba los ventanales del corredor principal, el sonido de un motor rompió el silencio.
Un auto negro, elegante, se detuvo frente a la entrada.
De él descendió una mujer alta, de cabello castaño claro, abrigo largo y sonrisa perfectamente calculada.
Cada paso que daba parecía dejar una huella de perfume caro y recuerdos viejos.
Luna se quedó inmóvil, observando desde la distancia.
La mujer tenía una belleza que no pedía permiso. Su presencia dominaba el espacio sin esfuerzo.
Y cuando sonrió al mayordomo, Luna entendió: esa era la persona de la que todos hablaban.
Amelia.
Amelia recorrió el vestíbulo con una mirada nostálgica.
—Veo que todo sigue igual —dijo con voz suave, aunque sus ojos se movían con precisión quirúrgica—.
Excepto tú, Kael.
Kael Draven apareció en lo alto de la escalera principal, impecable como siempre, con el rostro más serio que nunca.
Por un instante, algo cruzó su mirada.
No era sorpresa. Era algo más profundo: un eco del pasado.
—Amelia —dijo con un tono que mezclaba cansancio y control—. No esperaba verte aquí.
—Lo sé —respondió ella, sonriendo apenas—. Pero ya sabes, el destino tiene la mala costumbre de no pedir permiso.
Luna observaba desde la esquina, intentando parecer invisible.
Cada palabra, cada gesto entre ellos, se le clavaba en el pecho como una espina.
Kael descendió los escalones lentamente.
—¿Qué te trae de vuelta?
—Tú —respondió Amelia, sin rodeos—.
El silencio que siguió fue casi insoportable.
Hasta el reloj del vestíbulo pareció detenerse.
Kael suspiró.
—Han pasado muchos años.
—Y sin embargo, todavía me miras igual —dijo ella, acercándose—. No lo niegues, Kael.
Él no respondió. Simplemente se giró y ordenó:
—Lleven sus cosas a la habitación de invitados del ala oeste.
Amelia arqueó una ceja.
—¿Habitación de invitados? Vaya. Qué manera tan fría de recibir a quien alguna vez fue dueña de tu corazón.
Luna sintió un nudo en la garganta. Esa frase… dueña de tu corazón.
Quiso marcharse, pero sus pies no se movían.
Horas más tarde, el sol comenzaba a caer.
Luna se encontraba en el jardín, recogiendo las hojas secas que el viento arrastraba.
El silencio era su único refugio, hasta que una voz interrumpió su calma.
—Así que tú debes ser la nueva joya del personal.
Luna levantó la vista.
Amelia estaba de pie a unos metros, elegante, con una copa de vino en la mano y una sonrisa que no alcanzaba los ojos.
—No la conozco, señora —respondió Luna, con respeto—. Pero puedo ayudarle si necesita algo.
—¿Ayudarme? —repitió Amelia, divertida—. Qué adorable. No, querida. Solo estaba observando. Me gusta conocer los rostros que rodean a Kael.
Luna no respondió, pero su incomodidad era evidente.
Amelia dio un paso más cerca.
—Dime, ¿cuánto tiempo llevas aquí?
—Unos meses, señora.
—Oh, entonces eres nueva. —Amelia la observó con detenimiento, de arriba abajo—. Ya veo por qué Kael no ha querido que nadie más se encargue del ala este.
Luna la miró confundida.
—No entiendo a qué se refiere.
—Oh, claro que entiendes. —Amelia sonrió con frialdad—. No te culpo. Kael siempre tuvo debilidad por las cosas… frágiles.
Luna sintió cómo el rubor le subía al rostro.
—Yo no soy ninguna debilidad de nadie.
—¿No? —Amelia inclinó la cabeza—. Entonces, ¿por qué tiemblas cuando lo nombran?
El golpe de esas palabras fue tan certero que Luna no supo qué decir.
El sonido de pasos interrumpió la tensión.
Kael apareció en el camino de piedra, con el ceño fruncido.
—Amelia —su voz fue un látigo—. Deja a mi personal en paz.
Ella sonrió con un aire inocente.
—Solo charlábamos. No sabía que estaba prohibido hablar con tus sirvientas.
—No todas son iguales —respondió él, sin apartar la mirada de Luna.
El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier frase.
Amelia bajó la copa, sin perder su sonrisa.
—Ah… ya entiendo. —Su voz fue apenas un susurro—. Así que es ella.
Kael no dijo nada, pero la tensión en su mandíbula lo traicionó.
—Qué curioso —añadió Amelia—. Siempre supe que tu debilidad no era el poder… sino el alma de quien se atreviera a mirarte sin miedo.
Y con una sonrisa cortante, se alejó lentamente, dejando tras de sí un perfume caro y un veneno invisible.
Kael se quedó mirando el punto donde ella había estado, respirando con dificultad.
Luna apenas podía sostener su mirada.
—Lo siento, señor… yo no quise—
—No hables —la interrumpió él, con voz baja—. No fue tu culpa.
Pero cuando se dio la vuelta para marcharse, Luna lo escuchó murmurar algo que heló el aire:
“El pasado siempre vuelve… aunque uno jure haberlo enterrado.”
Esa noche, Luna no durmió.
No por miedo, sino por algo peor: la certeza de que el corazón de Kael no solo estaba dividido… sino marcado.