El aire de la tarde era fresco, con un sol que apenas empezaba a filtrarse entre las nubes. Luna caminaba por las calles de la ciudad, su lista de compras en la mano. Era un momento sencillo, cotidiano… pero para ella, cada instante fuera de la mansión era un respiro.
Llevaba puesto un vestido sencillo, azul oscuro, que se ceñía ligeramente a su figura sin llamar demasiado la atención. Su cabello, recogido en un moño alto con algunos mechones sueltos, dejaba entrever la delicadeza de su rostro y la fuerza de sus ojos, siempre alerta, siempre reflexivos.
Mientras revisaba los productos en el supermercado, no se dio cuenta de que unos ojos la seguían discretamente entre los pasillos. Él estaba allí, elegante, seguro de sí mismo, con esa presencia que había dejado una marca en la gala. Elías Van Dorne.
—Vaya… —susurró él, con voz cálida, acercándose lentamente—. No esperaba encontrarte aquí.
Luna levantó la vista, sorprendida, pero tratando de mantener la compostura. Su corazón dio un vuelco; esa mirada intensa, tan llena de atención, la hacía sentir viva y… expuesta.
—Señor Van Dorne —respondió, con una sonrisa que intentaba sonar casual—. Qué coincidencia.
—¿Coincidencia? —replicó él, divertido—. No lo creo. —Se inclinó ligeramente hacia ella, como si compartiera un secreto—. Desde la gala no he podido dejar de pensar en ti.
Luna sintió un calor subirle por el cuello, un cosquilleo de nervios y deseo que no debía. Sabía exactamente en quién estaba pensando, y que ese pensamiento la mantenía dividida.
—Gracias… —murmuró, desviando la mirada hacia los estantes—. Pero… creo que eso pertenece a otra historia.
Él sonrió, con un toque de arrogancia que no podía negar, pero también con respeto.
—Claro… pero no puedo dejar de intentar. —Su mano rozó apenas la suya al pasar a tomar un producto—. Espero que no te importe que lo intente.
Luna apartó suavemente la mano, intentando mantener distancia, pero no pudo evitar que un escalofrío recorriera su espalda. Esa cercanía era peligrosa. Su mente gritaba el nombre de Kael, y su corazón temblaba recordando sus palabras, su fuego contenido, su dominación silenciosa.
—No… no debo… —susurró, más para sí misma que para él.
En ese instante, un coche se detuvo frente al supermercado. Luna lo vio a través de la ventana y su corazón se aceleró. No podía evitarlo: sabía quién era antes de que él apareciera en la entrada. Kael Draven.
Los ojos grises de Kael la recorrieron de arriba abajo, encontrando inmediatamente al hombre que osaba acercarse. No había furia que no estuviera calculada, ni celos que no ardieran con precisión. Cada músculo de su cuerpo irradiaba advertencia, poder y deseo.
Van Dorne percibió el cambio instantáneo en el aire, esa tensión que no necesitaba palabras. Luna también la sintió, un hilo invisible que la conectaba a Kael, más fuerte que cualquier intento de distracción.
—Creo… que debo irme —dijo ella, con voz suave, pero firme, mientras tomaba su bolso.
Kael cruzó la entrada con pasos seguros, acercándose a ella, tan cerca que la temperatura entre ambos parecía elevarse.
—Luna… —su voz era baja, peligrosa—. Nadie más puede acercarse así. Nadie.
Luna sintió cómo su corazón se aceleraba, atrapada entre miedo, deseo y la necesidad de ser protegida. Cada mirada de Kael era un recordatorio de lo que compartían, de lo que nadie más podía tocar.
—Lo entiendo —susurró, inclinando apenas la cabeza, consciente de que incluso fuera de la mansión, Kael la reclamaba con su presencia.
Van Dorne se mantuvo a distancia, comprendiendo sin palabras que esa conexión no era algo que pudiera interponerse. Con una sonrisa educada, retrocedió, dejando que Kael y Luna se quedaran con ese espacio que nadie más podía invadir.
Kael se inclinó ligeramente hacia ella, apenas rozando con sus labios la frente de Luna, un gesto íntimo y lleno de posesión sin ser vulgar.
—Siempre… siempre estaré aquí —murmuró—. Nadie más. Solo yo.
Luna cerró los ojos, respirando su cercanía, sintiendo el fuego que encendía su interior, un fuego que solo Kael podía controlar y que solo a él pertenecía.
El mundo a su alrededor desapareció. El supermercado, Van Dorne, incluso la luz de la tarde… todo se redujo a la intensidad de esos ojos grises, esa voz baja y peligrosa, y la certeza de que, por más que intentara, nadie más podía ocupar su lugar.
Un instante eterno de control, deseo y protección selló el momento. Y Luna comprendió, con cada fibra de su ser, que no había fuerza en el mundo que pudiera separarla de Kael… ni siquiera los intentos de Van Dorne.