La noche caía densa sobre la mansión Draven, y las sombras se alargaban en los corredores como presagios. Luna entró en su habitación junto a Kael, todavía con el corazón acelerado por la tormenta y la tensión del encuentro con Van Dorne. El aire olía a madera mojada, perfume tenue y algo más, un magnetismo que los atraía irremediablemente.
Kael cerró la puerta detrás de ellos con un solo movimiento firme. Sus ojos grises recorrían a Luna con intensidad, como si quisiera memorizar cada línea de su cuerpo. Sin una palabra más, sus manos la atraparon, suaves pero decididas, y la acercaron a su pecho.
—Luna… —susurró, su voz grave y rasposa—. Solo tú… nadie más.
Ella sintió el calor de su cuerpo, el ritmo de su corazón alineándose con el suyo. Un estremecimiento recorrió su espalda cuando Kael apoyó la frente contra la suya, inhalando su aroma, marcando silenciosamente territorio. Cada roce era fuego, cada susurro un lazo invisible que los unía más allá de la razón.
Luna levantó las manos, tocando su rostro y sintiendo los músculos tensos bajo la piel. No era solo deseo; era necesidad, posesión, una conexión salvaje que los hacía únicos. Sus labios se rozaron apenas, y el estremecimiento que recorrió su cuerpo confirmó lo inevitable: se pertenecían.
—Kael… —susurró ella, dejando que su voz temblara—. Hazme tuya…
Él la tomó de la cintura, presionando su cuerpo contra el suyo con fuerza controlada, y con un gesto instintivo, su boca encontró su cuello, dejando un leve rastro de mordidas que no dolían, sino que la hacían arder por dentro. Luna sintió cómo su propio instinto respondía, marcándolo también. Su mano subió a su hombro, y al tocar su piel, dejó su propia huella, una señal de unión, de pertenencia mutua, de que ella también lo reclamaba.
Ambos respiraban con dificultad, cuerpos y almas alineados. Cada roce de labios, cada caricia contenida, cada suspiro compartido era un lenguaje secreto que solo ellos entendían. La habitación se llenó de un calor profundo, de un fuego que ni la lluvia ni la tormenta exterior podían apagar.
—Ahora sabes —murmuró Kael, con la voz grave—. Nadie puede acercarse a ti, Luna. Nadie más tendrá esto… ni lo que ya hemos marcado.
Luna lo miró, su respiración entrecortada, sintiendo la firmeza de su brazo alrededor de su cintura y el peso seguro de su pecho contra el suyo. Su marca estaba ahí, y él también había dejado la suya en ella. Era un sello de pertenencia, de deseo y de un vínculo que trascendía lo físico: un pacto silencioso que los unía de manera única.
La noche siguió su curso, pero dentro de esa habitación, la lluvia y los truenos se convirtieron en un murmullo distante. Solo quedaban ellos dos, el calor de sus cuerpos y la certeza de que nadie, absolutamente nadie, podría interponerse en su fuego compartido.
El silencio que siguió no era quietud, sino un acuerdo tácito: lo que había ocurrido no podía borrarse. Luna y Kael sabían que sus huellas estaban ahí, en sus cuerpos, en su piel, en su esencia. Una promesa de unión, de posesión y de un deseo que nadie más podía reclamar.
La tormenta afuera se calmó lentamente, pero dentro de la mansión, y dentro de ellos, el fuego seguía ardiendo, intenso, salvaje… eterno.