El amanecer llegó lento, filtrándose entre las cortinas gruesas de la mansión Draven. Afuera, la lluvia había cesado, pero el aire seguía pesado, cargado de humedad y secretos.
Luna se despertó envuelta en el calor de Kael, aún sintiendo el pulso del vínculo que los unía vibrar bajo su piel. Su marca ardía suavemente, como un recordatorio de la noche anterior, de lo que ahora eran el uno para el otro.
Pero la calma no duró mucho.
Apenas puso un pie fuera de la habitación, el murmullo comenzó. Voces apagadas, risas entre dientes, miradas que se desviaban apenas ella giraba la cabeza.
Las demás sirvientas sabían.
—Dicen que el señor Draven ya no duerme solo —susurró una, mientras barría el pasillo.
—Y que la nueva, la calladita esa, fue la que lo hechizó —respondió otra, mirando a Luna de reojo.
—Hechizó no —corrigió una tercera—. Lo marcó. Dicen que es su luna…
Luna fingió no escucharlas, pero el nudo en su pecho se apretaba más con cada palabra. Caminó firme hacia la cocina, intentando mantener la compostura, aunque podía sentir las miradas clavadas en su espalda.
El aire se había vuelto distinto, más frío, más cargado de resentimiento.
En la cocina, el silencio se quebró al entrar ella. Las risas cesaron de golpe. Solo se escuchaba el golpeteo de las cucharas contra las ollas.
—Buenos días —saludó Luna, con educación.
Nadie respondió.
Una de las cocineras, Clara, se giró lentamente. Era la más vieja del grupo, la que todos escuchaban.
—Buenos días, señora Luna —dijo, con una sonrisa tan forzada que dolía—. O… ¿cómo debemos llamarte ahora?
Luna la miró, sorprendida.
—Como siempre —respondió con calma—. Mi nombre es Luna, nada más.
—Ah, claro —murmuró otra—. Solo Luna… aunque parece que el señor Draven piensa distinto.
Las risas contenidas rompieron el silencio. Luna sintió la sangre hervirle, pero no dijo nada.
Sabía que hablar solo empeoraría las cosas.
Cuando intentó tomar una bandeja con desayuno para llevar al despacho de Kael, Clara se interpuso, colocando su mano sobre la bandeja.
—No tienes que hacerlo tú —dijo, con falsa amabilidad—. Ese trabajo ya no te corresponde, ¿verdad?
Luna la miró directo a los ojos.
—Aún soy parte del personal —dijo, sin titubear—. Y mientras esté aquí, haré mi trabajo como siempre.
Clara la observó con una mezcla de desprecio y curiosidad, luego apartó la mano con un gesto despectivo.
—Haz lo que quieras, pero recuerda… las paredes escuchan.
Luna se marchó sin mirar atrás, sosteniendo la bandeja con firmeza, aunque el temblor en sus manos la delataba.
Mientras caminaba por el pasillo hacia la oficina de Kael, escuchó pasos detrás de ella.
—No les hagas caso —dijo una voz suave. Era Marin, la más joven de las sirvientas—. Son solo envidiosas. El señor Draven nunca ha mirado a nadie como te mira a ti.
Luna suspiró.
—Eso no lo hace más fácil, Marin.
La muchacha sonrió con ternura.
—Tal vez no, pero tampoco lo cambia. Si te eligió, por algo fue. Solo… ten cuidado. Aquí hay ojos por todas partes.
Luna agradeció sus palabras con una leve sonrisa y continuó su camino. Cuando llegó al despacho, Kael la esperaba, de pie junto a la ventana, con una copa en la mano y el ceño fruncido.
—Te escuché desde arriba —dijo sin volverse—. No tienes por qué soportar eso.
—No puedo evitarlo —respondió Luna, dejando la bandeja sobre el escritorio—. La gente habla, Kael. No puedo callarles la boca a todas.
Él se giró lentamente. La mirada gris que la envolvió estaba cargada de preocupación y deseo.
—Podría despedirlas —dijo con voz baja, peligrosa.
Luna negó, acercándose un paso.
—No, por favor. No quiero que creas que deben temerme. Solo quiero… que me respeten.
Kael la observó unos segundos en silencio, y luego, con un suspiro, la atrajo hacia sí, rozando su frente con la de ella.
—Eres demasiado buena —murmuró—. Pero no puedo quedarme quieto mientras te hieren, Luna. No puedo.
Ella sonrió apenas, tocando su mejilla.
—Ya lo sé… pero no todo se soluciona con poder, Kael. Déjalas hablar. No podrán cambiar lo que somos.
Kael cerró los ojos un instante, respirando su aroma, intentando contener el impulso de marcar su territorio otra vez.
—Si vuelven a faltarte el respeto, me lo dirás —dijo finalmente, firme—. No hay trato posible sin eso.
Luna asintió. Pero incluso mientras lo hacía, sabía que las cosas solo se pondrían más difíciles.
El vínculo con Kael la hacía fuerte… pero también la volvía un blanco.
Esa misma noche, cuando cruzó el jardín trasero, escuchó de nuevo sus nombres entre susurros. Esta vez no solo eran las sirvientas. Los guardias, incluso los trabajadores del establo, hablaban del “Alfa y su Luna humana”.
Y en los límites del bosque, una silueta observaba desde la distancia. Ojos dorados, mirada paciente, sonrisa apenas dibujada.
Van Dorne.
El viento movió las hojas, y su voz apenas fue un murmullo entre la brisa:
—No todos aceptarán su unión, Kael… y eso me dará la ventaja.
Luna lo sintió, aunque no lo vio.
Un escalofrío recorrió su espalda, presagio de que la verdadera tormenta aún no había comenzado.