El amanecer siguiente no trajo calma.
El aire estaba pesado, espeso de rumores que se escurrían por los pasillos como humo.
Nadie hablaba en voz alta, pero todos sabían lo que había ocurrido. Y todos, sin excepción, lo murmuraban cuando creían que nadie escuchaba.
Kael Draven sí los escuchaba.
Desde su despacho, cada palabra, cada risa contenida, cada cuchicheo de desprecio llegaba a él amplificado por el instinto feroz que ahora lo dominaba. Su loba había sido marcada. Su Luna. Suya en cuerpo y alma.
Y aun así, la trataban como una sirvienta más.
El cristal de su copa se quebró entre sus dedos cuando escuchó a dos empleadas pasar frente a su puerta.
—Dicen que fue una humana común —susurró una.
—Pues parece que el Alfa perdió el juicio —rió la otra.
El vino se deslizó por su palma como sangre.
Kael se giró hacia el ventanal, intentando contener el impulso de destrozarlo todo. Su respiración se volvió profunda, amenazante.
Esa falta de respeto no quedaría impune.
En ese instante, la puerta se abrió y Luna entró. Llevaba un vestido sencillo, pero su presencia llenó el despacho.
Había algo distinto en ella.
Su mirada ya no era la misma: sus ojos brillaban con un tono plateado apenas perceptible, la energía de su nueva esencia emanando sin que pudiera ocultarla.
Kael la observó unos segundos y sintió cómo su ira se transformaba en algo más frío, más calculado.
—No pienso permitirlo más —dijo él con voz firme, grave, que hacía vibrar las paredes.
—¿Qué harás? —preguntó Luna, aunque ya conocía la respuesta.
—Que todos sepan quién eres —respondió él, con una mirada que no admitía duda—. Que entiendan cuál es tu lugar en esta casa.
Una hora después, la mansión entera fue convocada al gran salón.
Los pasos resonaban sobre el mármol. Las sirvientas se alineaban, los guardias bajaban la cabeza, incluso los cocineros dejaron los fogones encendidos.
Nadie sabía qué ocurría, pero todos sentían la tensión recorrer el aire.
Kael entró primero. Su sola presencia bastó para imponer silencio.
Detrás de él, Luna apareció. Su andar era tranquilo, pero había algo en su porte… algo que no podía ocultarse: un aura nueva, poderosa, salvaje y serena al mismo tiempo.
—Quiero que me escuchen bien —dijo Kael, su voz profunda y resonante, cada palabra cayendo como un decreto—.
En esta casa ya no hay lugar para la duda ni para la falta de respeto.
Algunos se miraron entre sí, inquietos.
—La mujer que ven a mi lado —continuó él, girando apenas hacia Luna— ya no es una empleada. Ya no pertenece a su antiguo lugar.
Ella… —su tono se volvió casi reverente— es mi Luna.
Mi igual.
La Señora de esta mansión.
Un murmullo recorrió la sala. Clara, la cocinera mayor, apretó los labios, incrédula.
Kael clavó sus ojos en ella, y el silencio se volvió absoluto.
—Desde hoy —dijo—, todo aquel que viva o trabaje bajo este techo la tratará con el respeto que merece.
Y la llamarán por su verdadero título: Señora Luna Draven.
Luna tragó saliva. No había esperado oírlo así, con tanta solemnidad, con tanto peso. Pero en su pecho, algo se encendió: orgullo, pertenencia, poder.
Ella ya no era solo Luna, la sirvienta que limpiaba los corredores.
Era la Luna del Alfa.
Las sirvientas se inclinaron, unas por respeto, otras por miedo. Clara lo hizo última, con un gesto tenso, pero lo hizo.
Kael avanzó y tomó la mano de Luna frente a todos.
—Mírenla bien —ordenó—. La marca que lleva en su piel no es un adorno. Es el símbolo de nuestro vínculo. Su poder fluye junto al mío.
Quien la desafíe, me desafía a mí.
El aire pareció vibrar con energía. Luna bajó la mirada, conmovida.
No era vanidad. Era el peso real de lo que significaba ser la compañera de un Alfa.
Una de las jóvenes sirvientas, Marin, dio un paso adelante.
—Felicitaciones, señora Luna —dijo con una voz dulce, sincera.
Luna le sonrió, agradecida.
—Gracias, Marin —respondió, y al hacerlo, su voz sonó más firme, más segura que nunca.
Kael la observó con orgullo. Por primera vez, la vio aceptar su lugar sin miedo.
—Pueden retirarse —ordenó finalmente.
Y uno a uno, los empleados salieron en silencio, dejando solo a Kael y Luna en el gran salón.
Cuando la última puerta se cerró, Kael se acercó a ella, despacio.
Su mirada, ahora más suave, la envolvió con ternura.
—¿Te sientes lista para todo lo que viene? —susurró.
Luna levantó la vista.
—Nunca lo estuve más que ahora —respondió con una sonrisa leve.
Él inclinó la cabeza hasta rozar su frente.
—Ya no eres humana —murmuró Kael—. Y no volverás a serlo jamás.
—Lo sé —dijo ella, acariciando la marca en su cuello—. Pero no me asusta.
Un trueno lejano rompió el silencio.
Kael la abrazó con fuerza, sabiendo que el mundo afuera pronto sabría de ellos.
Desde la oscuridad en el bosque….
Van Dorne sonrió con una calma inquietante.
—Así que ya la hiciste tuya, Kael Draven… —susurró—.
Perfecto. Eso hará que destruirte sea mucho más interesante.
El viento sopló con fuerza, apagando las antorchas del camino, y en la mansión Draven, una nueva era acababa de comenzar.