La calma que siguió al anuncio de Kael fue engañosa.
A simple vista, todo parecía en orden. Los empleados trabajaban en silencio, las puertas se cerraban con respeto y nadie se atrevía a cuestionar su autoridad. Pero Luna lo sentía… bajo esa quietud había algo podrido.
Algo que crecía, invisible, como una raíz venenosa.
Desde que el consejo se había marchado, Kael se mostraba más distante, más vigilante. Revisaba los límites del territorio cada noche, hablaba poco y dormía menos.
Luna lo observaba en silencio, sabiendo que no era frialdad lo que lo dominaba, sino miedo.
No por él… sino por ella.
Una tarde, mientras el cielo se tornaba gris y los árboles parecían inclinarse con el viento, Luna decidió bajar al invernadero.
Era el único lugar donde aún se sentía en paz.
Las plantas la reconocían, o eso creía; cuando pasaba entre ellas, las hojas parecían moverse más lentamente, como si su nueva energía afectara incluso a la naturaleza.
—Te está cambiando —dijo una voz a su espalda.
Luna giró y vio a Marin, la joven sirvienta, observándola con timidez.
—¿Qué cosa? —preguntó Luna, sonriendo apenas.
—Todo —respondió la chica—. Tus ojos, tu olor, tu forma de caminar. Ya no pareces… humana.
Luna bajó la mirada hacia sus manos. La marca que Kael le había dejado se notaba aún enrojecida, pero no era solo eso. Su piel tenía un brillo distinto, y su oído captaba sonidos que antes no existían.
Podía oír el murmullo de los guardias en el jardín, el latido del corazón de Marin, incluso el susurro del viento contra los cristales.
—A veces pienso que me pierdo un poco más cada día —confesó Luna—. Que dejo de ser quien era.
—Tal vez solo estás encontrando quién eres en realidad —replicó Marin, con una sonrisa suave—. No todos tenemos ese privilegio.
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Esa noche, la lluvia regresó.
Kael estaba en el despacho, frente al fuego, cuando Luna entró. Su rostro reflejaba el peso de las horas sin descanso.
—Sigues patrullando —dijo ella, acercándose—. No puedes vivir así.
Kael apoyó las manos sobre el escritorio.
—Hay movimientos en el bosque. Los centinelas dicen que alguien ronda los límites, pero cada vez que salimos, desaparece.
—¿Van Dorne? —preguntó Luna, ya sabiendo la respuesta.
Kael asintió lentamente.
—Y no está solo. Su manada se ha dividido. Algunos se quedaron… otros lo siguen. Y los que lo siguen, no buscan paz.
Luna se acercó, decidida.
—Entonces enséñame a pelear.
Él levantó la mirada, sorprendido.
—No.
—Kael… —insistió ella, dando un paso más—. No quiero ser tu debilidad. No quiero que me protejas, quiero protegerme.
Kael respiró hondo, debatiéndose entre el instinto y la razón.
Finalmente, tomó su mano y la colocó sobre su pecho.
—No sabes lo que pides —dijo con voz baja—. Si te enseño a usar lo que llevas dentro, no habrá vuelta atrás. La parte humana que te queda… morirá.
—Entonces que muera —susurró Luna, sin apartar la mirada—. Pero no quiero vivir con miedo.
El fuego crepitó entre ellos, reflejando en sus rostros una mezcla de amor y guerra.
Kael asintió, lentamente, con esa seriedad que solo mostraba cuando aceptaba algo irrevocable.
—Mañana, al amanecer —dijo finalmente—. Empezaremos.
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Desde el borde del bosque, Van Dorne observaba la mansión envuelta en sombras y lluvia.
El agua le corría por el rostro, pero no apartó la vista.
—Ya empezó a despertar —murmuró con una sonrisa torcida—.
Perfecto. Que Kael le enseñe a pelear… así dolerá más cuando la pierda.
A su lado, una silueta femenina lo acompañaba, envuelta en una capa negra. Su voz era apenas un susurro.
—No subestimes su vínculo. Si de verdad la marcó, será difícil romperlo.
Van Dorne giró hacia ella, sus ojos dorados brillando con arrogancia.
—Todo vínculo puede romperse. Solo hay que tocar el punto débil… y sé exactamente cuál es el suyo.
El trueno retumbó en la distancia.
La tormenta se acercaba.
Y esta vez, no todos sobrevivirían a su furia.