Prisionero real.

Capítulo 1

El sol jugaba entre las ramas como si también quisiera cabalgar con nosotras. Mi hermana Sibylla iba adelante, su cabello oscuro volando como una bandera de guerra.

Su risa salpicaba el aire, burlándose del mundo mientras nuestras monturas salpicaban agua del arroyo. Yo iba detrás, sujetando las riendas de mi yegua con una mano y la falda con la otra y Sibylla, con sus blancas trenzas alborotadas por el viento, aseguraba haber visto un cuerno blanco desaparecer entre los sauces.

—¡Te juro que era un unicornio, Selene! ¡Lo vi! —insistió ella, bajando del caballo con una torpeza gloriosa.

—Quizá era solo un ciervo hermoso... o un caballo muy tímido.

—Selene, a veces eres tan adorablemente estúpida que me preocupa —respondió con una sonrisa traviesa.

—¡Yo no soy la que grita a ver visto a un unicornio!

Volvimos al castillo cuando el sol comenzó a hundirse. El aroma de las bugambilias del jardín nos recibió primero luego uno de los sirvientes calmó a los corceles mientras bajábamos de ellos.

—¿Y madre? —preguntó Sibylla mientras tiraba de las riendas.

—La reina Lyria esta en el jardín, contemplando la vieja torre, lady Sibylla —dijo en tono del cual no hay que extrañar.

—¿Y padre?

—Ocupado —respondió en un tono que hasta yo voltee a verlo.

Mi hermana estalló en una risa.

—¡Perfecto! Entonces vamos a molestarlo.

—Sibylla, no creo que debamos...

—¡Tú nunca crees que debamos nada!—me replicó, arrastrándome de todas formas.

Me tomó del brazo y cruzamos los pasillos alfombrados como dos relámpagos malcriados.

Al llegar a la gran sala del trono, los guardias intentaron bloquear el paso, pero Sibylla, con su descaro innato, avanzó como si fuera la heredera al trono... que lo era.

—Somos las hijas del rey. Si no nos dejan entrar, se quedarán sin manos.

Los hombres se miraron y se hicieron a un lado. Yo susurré un tímido "gracias" y les dediqué una sonrisa, como si pudiera reparar su humillación.

El gran salón estaba en penumbra, con los vitrales tiñendo el mármol de tonos escarlatas y dorados. El consejo del rey murmuraba entre sí, y el aire olía a vino, cuero, y sangre seca.

Y entonces lo vi.

En el centro, atado con gruesas cuerdas, yacía un hombre de cabello plateado, atado de pies y manos, rodeado de suciedad y sangre seca. Estaba herido, con vendas mal puestas y los labios partidos

Mi corazón dio un vuelco.

Murmuraba algo en un idioma extraño. Algo que no parecía una súplica, sino una amenaza. Mi padre, sentado con una copa de vino en la mano, ni se inmutó.

—¿Quién es él? —preguntó Sibylla en voz alta, desafiando la tensión que flotaba como humo espeso.

El rey giró levemente el rostro, con esa sonrisa elegante y vacía que reservaba para nosotras.

—Un regalo del norte, un problema que pronto dejará de serlo —luego, se dirigió al prisionero—. Parece que sus amigos no lo quisieron lo suficiente como para venir a buscarlo.

Me acerqué, casi sin pensar. Quería ver mejor su rostro. Quería atender sus heridos, era un persona, es un ser humano y era lo que menos parecía. Quería entender por qué me temblaban los dedos, pero mi hermana me detuvo del brazo.

—Parece un ciervo al que le han quitado los cuernos —comenté sin pensar, solo observando la forma en que su espalda seguía erguida a pesar de las heridas.

Levantó el rostro lentamente, como si las palabras hubieran sido una piedra lanzada directo a su orgullo.

Sus ojos se clavaron en los míos. Negros. Terribles. Tenía los ojos más intensos que jamás vi. No de un color extraño, sino de un brillo peligroso. Me observó como si pudiera leerme entera en un segundo. Me sentí desnuda, y no era agradable.

entonces habló, con esa voz áspera y profunda que sonaba como si la tierra misma lo estuviera traduciendo:

—Venúth al ka tharr. Ulin veyrh et sol'mara.

—¿Qué ha dicho? —pregunté, con un nudo en el estómago.

—Está maldiciéndote —dijo uno de los consejeros, un hombre de barba gris

El rey observaba todo con una sonrisa divertida, como si fuera una obra de teatro.

—¿Y qué significa? —pregunté, una vez mas.

Uno de los consejeros se aclaró la garganta.

—Preferiría resguardar su pureza de las crudas palabras de ese salvaje.

—Algo como que le gustaste lo suficiente como para ser crucificado si llega a tocarte un pelo, hija mia—habló mi padre, dando una clara advertencia hacia su amenaza.

El rey se levantó, despacio, caminó hasta el prisionero y lo miró desde arriba.

—Este hombre dirigió una emboscada. Perdí buenos soldados por su culpa. No merece siquiera que ensuciemos nuestra dignidad haciéndole un juicio.

El prisionero alzó la cabeza, con la nariz rota, pero el cuello recto. Dijo algo más en su idioma, con voz baja pero cargada de veneno.

—¿Qué dijo ahora? —susurré.

El consejero dudó.

—"Más dignidad hay en el lodo de mis botas... que en el trono de tu casa."

—Oh —musitó Sibylla—. Qué grosero.

Mi padre suspiró, fastidiado.

—Sáquenlo. Llévenlo de vuelta a las celdas. Que sangren sus palabras si quiere, pero que no manche mi piso.

Los guardias lo levantaron con rudeza. Él no gritó, ni se quejó. Solo me miró una última vez.

Y esta vez, juraría que sonrió.




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