No podía dormir.
Las risas del día se deshacían en mi cabeza como papel mojado, y en su lugar, aparecía él.
El prisionero.
Sus ojos. Tan quietos, tan salvajes, tan... lenos de odios.
Cada vez que cerraba los ojos, veía su rostro cubierto de sangre seca y orgullo.
Ese hombre no era un soldado vencido. No parecía temer al rey, ni al castillo, ni a la muerte misma.
Era otra cosa.
¿Quién hablaba así con su captor?
¿Quién soportaba el dolor con esa calma feroz?
¿Y por qué lo habían dejado vivir?
Me senté en la cama, abrazando mis rodillas. Podría rezar, como madre. O leer, como Sibylla cuando le da por fingir que estudia. Pero no.
Yo quería saber.
Y la única forma era mirar de cerca.
Tomé algunas vendas limpias, una botella de ungüento de resina de ámbar, y bajé descalza por los pasillos del ala este. Mis pasos sonaban como secretos en las losas frías.
Las mazmorras olían a humedad y a tiempo muerto.
—¿Quién va? —gruñó un guardia.
—La mas linda y mejor que Sibylla, la princesa Selene.
—¿Tú otra vez? —bufó el guardia, medio dormido.
—¿Yo? ¡Nunca he estado aquí antes! —dije con mi mejor cara de inocencia—. Así como usted "jamas" entró a la habitación de la dama de compañía de mi hermana en las noches.
Soltó un resoplido contagioso.
—Gracias a la luz que no sera la futura reina.
Tampoco lo ambiciono.
—He traído vendas y comida... El prisionero está herido, ¿no?
Me miró con cara de querer decirme que me fuera, pero no se atrevió.
—Cinco minutos —declaró, abriendo la reja—. Si grita, entro a cortarle la lengua.
—¿A él o a mí?
—Eso depende de quién grite más fuerte.
La celda era más pequeña de lo que imaginé. Las paredes eran piedra desnuda, la paja húmeda. Y él estaba allí. Sentado contra el muro, con la cabeza baja, el cabello blanco sucio y enmarañado sobre la frente. Una pierna estirada, la otra recogida. Pero sus ojos, cuando me miraron, se clavaron como espinas.
No se movió al verme.
—Hola —susurré. Me agaché frente a él, dejando la lámpara a un lado—. No traje armas. Solo vendas. Y algo de pan con ciruelas.
Sus ojos me recorrieron como si yo fuera una sombra molesta. Murmuró algo en su idioma, algo que deduje como un insulto u otro amenaza. La voz le sonaba áspera, gastada... y burlona.
—¿Eso fue "qué demonios haces aquí, idiota" o "muere envenenada"? —sonreí—. No te preocupes, comprendo. Así reaccionaban los gatos callejeros cuando los quería acariciar. Me arañaban, luego me seguían por semanas. Por suerte estas amarrado y no puedes lastimarme.
Sus labios se curvaron apenas. No en una sonrisa. En... ¿burla? Y como si me hubiese entendido el pensamiento, lo hizo.
Levantó sus manos mostrando lo larga de sus cadenas, capaces de tocarme.
Lo único que comprendí fue que sabia mi lengua... pero yo no la de él.
Él dijo algo más, en el mismo tono, en el mismo dialecto desconocido, con una media sonrisa torcida.
—¿Eso fue "gracias"?
Se rió, negando con la cabeza.
Una carcajada breve, ronca, como si no la hubiera usado en años. Me quedé un momento mirándolo, sorprendida de que aún supiera reírse.
—Voy a curarte esa herida —dije, buscando su brazo. Tenía una venda sucia y pegada con sangre.
No respondió. Me arrodillé, abrí el frasco y tomé su muñeca con cuidado.
No se apartó.
Era un avance.
—Esto va a doler un poco —avise, limpiando con suavidad. El vendaje olía horrible. Estaba pegado a la carne.
—Akkra t'ven mar —murmuró con el ceño fruncido.
—No sé qué significa eso. Pero lo diré con la voz más dramática cuando vea a Sibylla.
Él resopló, como si mi tontería lo agotara. Aun así, no me detuvo cuando envolví su muñeca con una venda limpia.
—Tharn'ra selath —dijo en voz baja.
—La tuya, por si acaso.
Y así empecé a ir cada noche.
La noche siguiente. Y la otra.
A veces solo nos quedábamos en silencio, yo limpiando sus heridas, él observándome como si fuera una criatura que en cualquier momento lo enviaría a la horca de mi padre.
A veces hablaba solo en su idioma. Yo preferí no tomarme nada personal, aunque no entendiera. Me parecía cruel que nadie supiera cómo decirle algo... en su lengua.
Así que fui a la biblioteca para aprender en secreto. Nadie iba a ahí y yo la recorría como si se tratara de un castillo encantado.
Encontré un diccionario olvidado. Gramática del Norte, edición incompleta, mordida por ratones.
Encontré un tomo polvoriento con caracteres del norte, de donde decían que venía. Palabras ásperas, escritas como cuchillos. Gramática del Norte, edición incompleta, mordida por ratones. Empecé a leer en secreto. Las letras eran difíciles, pero no imposibles.
La cuarta noche, entré a su celda como siempre.
—Panar he'vorr. —dije con orgullo.
Él levantó la ceja.
—¿Qué?
—"Te traje pan"... creo.
Se echó a reír. Su risa rebotó en las paredes como algo prohibido.
—"Panar" es pan, sí. Pero "he'vorr"... no es traer. Es lanzar. Lanzar fuerte. Como una piedra.
—Ah... entonces te arrojé pan como si fueras un pato —dije, entregándole la comida.
—Peor. Como si fuera un perro sarnoso—respondió, sin perder esa media sonrisa torcida.
Me quitó el pan de las manos con lentitud. Sus dedos rozaron los míos. A la luz temblorosa del fuego, la mugre le cubría el rostro, pero sus ojos celestes brillaban con una furia helada. El cabello rubio caía en desorden sobre su frente, y su expresión, dura e impenetrable, lo hacía parecer una sombra contenida, al borde de estallar.
Ni siquiera en mis mejor pretendiente podía ver una belleza así de masculina.
—¿Cómo te llamas? —pregunté.
No respondió.
—¿Tienes familia? ¿Amigos?
—Princesa, ya es hora de volver —hablo el guardia entrando a la celda.
Lo quise intentar una ultima vez.
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Editado: 13.04.2025