—Eternin.
La palabra flotó entre nosotros, como una pluma que no se atreve a caer. Caelan la repitió en voz baja, como si probara su sabor.
—¿Qué significa? —preguntó, sus ojos siguiéndome incluso cuando los míos evitaban los suyos.
—"Permanece." Como el eco que no muere, como la esperanza... cuando todo duele.
Él inclinó la cabeza, como si no esperara esa dulzura de mí.
Me acerqué, los dedos rozando el metal frío de sus cadenas. Quiero quitárselas.
—Entonces dime tú una.
Me observó largo rato. Sus labios se curvaron apenas.
—Khav'el —dijo al fin.
—¿Qué... qué significa?
—"Arder."
Tragué saliva. La palabra me rozó como una llama. Nos quedamos así, a centímetros.
Lo miré fijamente. Y por un momento, solo por un momento, el miedo y la lógica desaparecieron. No vi un prisionero. No vi un enemigo. Vi a alguien tan solo como yo.
Mis dedos encontraron los suyos.
—Caelan...
Él me atrajo con fuerza. La cadena se arrastró, pero no importó. Nuestras bocas se encontraron en la oscuridad, y fue como si la noche entera contuviera el aliento.
No fue ternura. Fue desesperación. Mis manos en su cuello, las suyas en mi cintura. Fue furia callada, deseo encapsulado, un incendio en mitad del hielo.
Y entonces... una voz lo apagó todo.
—Oh, por todos los cielos. ¿Te volviste loca?
Me separé de golpe, congelada. Literalmente. El alma se me cayó a los pies.
—Sibylla —susurré.
Mi hermana estaba en las escaleras, con un farol en la mano, los rizos plateados alborotados, ojos enormes y la boca abierta... de asombro y diversión.
—No digas nada, por favor —supliqué.
Ella suspiró con dramatismo, pero sus ojos brillaban de emoción.
—Estoy tentada a delatarte solo para ver la cara de papá... pero no. No hoy.
—¿Por qué?
—Porque me aburría. Y esto... esto es mejor que cualquier novela del castillo.
A la mañana siguiente
El sol aún no tocaba las torres cuando un caballo solitario cruzó los portones, tambaleante, cubierto de polvo y sangre.
En los pasillos se rumoreaba que lo encontraron colapsado frente a la fuente del jardín interior, con un jinete casi muerto encima. El mensajero deliraba, con la armadura rajada y una herida en el costado.
De su mano, los guardias arrancaron el cilindro sellado con un emblema del norte.
El Consejo se reunió de inmediato. Sibylla y yo nos escondimos detrás del tapiz de la sala este, pegadas como ratones.
—Devolved al heredero. Última advertencia. La próxima vez no enviaremos mensajes. Enviaremos llamas —leyó uno de los ministros, con voz temblorosa.
En la sala del trono, el rey aplastó el pergamino en su puño.
Sibylla y yo escuchábamos escondidas tras los cortinajes. Intenté advertirle que no hiciera nada estúpido para que no nos descubrieran.
—¿Qué pasará si no lo hacemos?
Un silencio sepulcral lo siguió.
—Ellos... avanzarán al reino.
Y entonces, mi hermana ya no pudo más. Salió, desafiante como solo ella sabe ser.
—¡Pero aquí no está a quien buscan! —gritó de pronto, espantando a todos los ancianos—. ¿Por qué avanzar, si no hay motivo?
En realidad...
La carta. La forma en que él hablaba de su padre. El intento de tregua. El idioma. El orgullo. El nombre.
Sentí cómo cada cosa encajaba como una daga en el centro de mi pecho.
—Sí tenemos a quien buscan —dije.
Me giré, lentamente, hacia el trono. Todas las miradas cayeron sobre mí.
—El prisionero... no es un hombre cualquiera del norte.
Mi hermana me miró con la boca entreabierta. Mi padre, el rey, bajó lentamente del trono como si se preparara para matar.
—Caelan... es el hijo del rey del norte.
El salón entero estalló en gritos. Mi padre me estudió. Su mirada era un cuchillo afilado, y yo era su prueba.
—¿Y cómo lo sabes tú? —su voz fue un trueno—. ¿Cómo sabes su nombre?
Me congelé. Las palabras se quedaron atascadas entre mis dientes.
No podía decir la verdad.
No podía hablar del pan, de la palabra Eternin, del beso.
Me paralicé.
—Los soldados hablan —respondió ella con más seguridad, con un desafío en su mirar que jamás sería capaz de igualar.
Su mirada desafiante se cruzó con la del rey. Envidié su fuerza. Yo solo sabía temblar.
El silencio que siguió fue helado.
Finalmente, el rey se puso de pie, con el rostro cubierto de sombra.
—No lo mataremos. No aún. Si es tan valioso para el norte... entonces vale más vivo que muerto.
Volví al calabozo esa noche. Con cada escalón, sentía que mi corazón se volvía más pequeño.
Caelan estaba despierto, encadenado. Pero su espalda estaba recta. Su orgullo, intacto.
—Sabes quién soy —dijo, sin necesidad de que yo hablara.
Asentí.
—¿Me matarán?
—No —respondí.
—¿Me liberarán?
—No —respondí.
La realidad me dolió más de lo que pensaba.
Se rió. Un sonido hueco, seco.
—¿Así que esto era? ¿Solo era un peón? ¿Una pieza para su tablero?
—No. Tú no eres eso para mí.
—Para ti... pero ¿para ellos?
No supe responder. Mi voz se quebró.
—Mi padre nunca negocia.
Entonces alzó la mirada, y en sus ojos no quedaba nada. Ni fuego, ni esperanza. Solo cenizas.
—Vine a buscar paz, y solo conseguí torturas, cadenas y burlas.
—No, Caelan.
—Largo, Selene.
No me moví.
—Largo —repitió, con la voz herida.
—Caelan...
Me di la vuelta, temblando, y subí los peldaños con las lágrimas anudadas en la garganta.
Detrás de mí, escuché cómo una de las cadenas se tensaba.
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Editado: 13.04.2025